domingo, 30 de junio de 2013

De Atenas a Sofía

Atravesar Grecia en bus hacia Sofía fue una muy buena idea. Salimos a las 8.30 de la mañana y llegamos pasadas las 20 horas. Casi doce horas de montañas, mesetas y valles; bosques de coníferas y otras especies que no sabría precisar; campos de vides y olivares, maíz y girasol; playas, pequeños barcos de pesca, redes; un castillo; vías férreas por las que no corren los trenes; y el majestuoso Monte Olimpo, hogar de los dioses.

Somos seis personas en el bus, más el chofer y el guarda. Hay dos servicios diarios a Sofia, pienso que quizás en el turno de la noche viaje más gente. En Larissa suben seis o siete personas y en Tesalónica se completa la mitad del coche. Paramos cada dos o tres horas en restaurantes junto a la ruta. Los coches no tienen baño. El personal es amable y muy descontracturado. El chofer maneja de sandalias sin talón, es decir, de chancletas. Si alguien necesita una parada extra junto a la ruta, puede solicitarlo sin problema.

La Grecia azul desaparece después de pasar Tesalónica. El norte del país es verde, predominan los bosques y la vegetación por momentos se vuelve muy tupida. Llegando a la frontera con Bulgaria lo que tengo frente a mí es una verde cadena montañosa, que nos abre el paso a través de un valle, surcado por un río serpenteante que corre sobre un lecho de piedras.

Cambiamos el alfabeto griego por el cirílico. Comenzamos a ver animales y pueblos de casas bajas, viejas y descuidadas, con techos de tejas de dos y cuatro aguas, con sus parras en el frente, en el costado, en el fondo.

Está parcialmente nublado. El sol se filtra por un hueco en la nube. Los rayos caen verticales desde ese hoyo en el cielo, creando una cortina de luz sobre los campos de vides. Atravesamos túneles y puentes de piedra. Cruzamos la ciudad de Blagoevgrad, con sus hileras de bloques de edificios uniformes y descascarados.

Llegamos a Sofía. Llueve en forma sostenida. Camino fuera de la estación de buses. Las personas no se muestran muy simpáticas pero intentan ayudar. Una mujer me da un boleto de tranvía, ya que aún no tengo levs para pagar el transporte público. En un restaurante turco me dibujan un plano para llegar al hostel. Un policía que custodia una calle cerrada por una manifestación, me da las últimas indicaciones.

Llego a la calle Lavele. El hostel está cerrado. Una vez más, un búlgaro me presta ayuda. Y a qué viniste a Bulgaria? - pregunta. No hay nada para ver aquí, solo protestas! - dice mientras señala a los últimos manifestantes que pasan por la calle Stamboliyski. Me busca otro hostel con su celular. Vuelvo camino atrás hasta dar con el lugar. En la puerta me encuentro con Mert, un chico turco que busca refugio por una noche porque en el hostel de la calle Lavele también lo dejaron afuera.

Atenas

Llegamos al Pireus, el puerto de Atenas, a la una y media de la mañana. Nunca pudimos localizar la parada del bus 040 hacia Sintagma, por lo que hicimos causa común con unos urugayos que habíamos conocido en Athinas, el puerto de Santorini, y nos tomamos un taxi a nuestros respectivos hoteles.

Primero bajaron ellos, en el Hotel Fivos, en el barrio de Monastiraki. Nosotras seguimos hasta Plaka, donde estaba ubicado el Hostel Dioskouros. Allí habían olvidado nuestra reserva. Como no había cuartos disponibles, el encargado del hostel resolvió derivarnos a un hotel... que resultó ser el Fivos. Regresamos a Monastiraki. A pesar de estar en un quinto piso (por escalera), la habitación estaba llena de mosquitos! Hacía mucho calor y el aire acondicionado no comenzaba a funcionar hasta las seis. Finalmente, a eso de las tres, nos desmayamos sobre la almohada.

Dedicamos la mañana a conocer la Acrópolis y otros sitios arqueológicos cercanos. Luego dimos una vuelta por el centro de la ciudad: Sintagma, Omonia, las calles Stadiou, Ermou y Mitropoleos, con tiendas las dos primeras y cafés y restaurantes la última. Pasamos por el mercado central sobre la calle Athina. Caminamos hasta Metaxourgio, el barrio desde donde salen los buses internacionales. Silvia volvía a Montevideo al día siguiente y yo continuaba mi viaje rumbo a los Balcanes.

Atenas nos dejó un sabor triste. La ciudad está descuidada y sucia. Hay muchos locales cerrados, vacíos e incluso abandonados. Se nota la preocupación en la gente. Además, los griegos pueden ser un poco malhumorados e incluso impacientes al vincularse con los turistas.

Sin embargo, la Acrópolis vale la visita a la ciudad. Verla iluminada por la noche desde Monastiraki, te quita el aliento. Y es maravilloso recorrela, aún bajo el sol calcinante.

De noche fuimos a cenar a la calle Mitropoleos. Me pareció pertinente despedirme de Grecia con una verdadera ensalada griega, con queso, tomate, aceitunas, cebolla, pepinos y alcaparras. Luego anduvimos por Psiri, el barrio donde están los bares, que queda junto a Monastiraki. Pedimos solo cerveza. Yo tenía que madrugar para tomarme el bus. Pero unos españoles que estaban en la mesa contigua nos dieron a probar ouzo, una bebida típica griega hecha a base de uvas y anís. Y, por gentileza del mozo, también probamos raki, bebida que los griegos comparten con los turcos. Nos lo sirvieron tibio, con miel. El raki tiene entre un 45 y un 50% de alcohol. Me llevó un ratito tomarlo y, para cuando terminé el shot, estaba bastante mareada.

Belleza, exotismo, intensidad, carácter. Dejadez, abandono, indiferencia. No es un pueblo servicial - o quizás no sea un pueblo servil, gran diferencia -. Me voy de Grecia con un sentimiento ambiguo. 

viernes, 28 de junio de 2013

Santorini


Estamos dejando Santorini en el rápido hacia Atenas. Son cinco horas de viaje, sin posibilidad de salir a cubierta a despedirnos del Egeo porque es un ferry cerrado. El mar está picado y el barco se sacude. Silvia intenta dormir. Yo trato de acertarle a las teclas.

Lo primero que nos llamó la atención de Santorini - aunque sea un sacrilegio decirlo - fue la panadería a dos cuadras del hostel, en Perissa, la playa de arena volcánica que elegimos para quedarnos. Atendida por sus propios dueños, una familia de griegos gordos y simpáticos que hablaban algo de español, fue un alivio descubrirla y poder salir de la dieta de comida rápida griega. Es muy difícil comer bien y sano en las islas, no porque no haya variedad de platos exquisitos, sino por lo que cuestan.

Una vez alimentadas, pudimos apreciar las bellezas naturales de Perissa, como la exótica playa de arena negra y aguas cristalinas; los alrededores semi rurales, con sus huertos de tomates cherry; y la gigantesca pared de piedra que pareciera protegerla del volcán de Nea Kameni, frente a Fira, al otro lado de la isla. Santorini es una gran roca emergente, con ciudades de casas blancas recostadas en las alturas. Sin embargo, Perissa descansa al nivel del mar y se mueve al ritmo de sus imperceptibles olas.

El hostel invita al descanso. La playa esta a doscientos metros. Decenas de reposeras aguardan por turistas que aún no llegan, al igual que las mesas de bares y restaurantes. La iglesia abre solo los domingos. Hay poco tránsito. El ómnibus a Fira, la capital de Santorini, jamás pasa en hora. Frente a tamaña falta de apuro por nada, no me quedó otra que dedicarme al dolce far niente.

Me tomé la mañana con tanta calma que cuando quise darme cuenta ya era mediodía y no me pareció apropiado ir a la playa. El calor a esa hora era insoportable. Silvia se había ido a conocer el volcán. Yo me quedé en el hostel, mutando. A las cinco de la tarde pedí prestada una bicicleta y me dirigí a la antigua ciudad de Fira, uno de los recorridos turísticos de Perissa. No tenía del todo claro a qué tipo de lugar estaba yendo. Cuando llegué junto al cartel indicador, me encontré con un camino serpenteante que subía la enorme roca. Dejé la bicicleta y comencé a andar. A mitad de camino, casi sin aire, con la única compañía de las lagartijas que cruzaban veloces la escalera de piedra, me di cuenta de que estaba cerca de una construcción blanca que se veía desde el pie de la mole, como incrustada. Hacia allí me fui. Era una iglesia, para variar, y estaba cerrada.

Nunca llegué a la antigua ciudad de Fira - aunque por lo que me contaron no hay demasiado allí - pero tuve frente a mí la vista que hace famosa a esta isla: una cúpula azul, una cruz blanca y, al fondo, el mar.

miércoles, 26 de junio de 2013

Myconos

Myconos es todo lo que hemos imaginado de una isla griega: casas blancas, redondeadas, con aberturas pequeñas en madera pintada de azul o celeste y un mar de aguas transparentes donde uno puede verse la punta de los pies; terrenos escarpados y áridos y pequeñas iglesias que aparecen detrás de cualquier curva o que se divisan a lo lejos, recostadas en las colinas de piedras.

El centro de Myconos es un laberinto de pintorescas callejuelas peatonales llenas de turistas y de tiendas. Es ruidoso y colorido. Por la noche, la música se escapa de los bares y tabernas. La comida típica se anuncia en carteles y menús y los empleados de los restaurantes compiten por la clientela. Cerca del puerto se puede elegir la langosta que uno desea comer, mientras aún nada dentro de la pecera.

En Myconos no hay sombra, ni en las playas ni en las callecitas de los pueblos ni en las rutas. El sol arde y mucho! Recorrimos la isla en cuatriciclo, subiendo y bajando colinas por caminos irregulares. La señalización no es buena, por lo que nos perdimos varias veces. Afortunadamente, no hay más que dar marcha atrás y probar por otro lado. Sin saber bien por dónde andábamos, llegamos a un camino que desembocaba en una playa desierta y sucia - donde las bolsas de basura se amontonaban junto a los contenedores, cual esquina montevideana - y nos cruzamos con camiones cargados de reposeras y quinchos de playa rotos. El patio trasero del paraíso.

En la isla hay solo casas, estudios (pequeños apartamentos para alquilar) y hoteles. Sus 5000 pobladores viven exclusivamente del turismo. No hay casi cultivos. Vimos muy pocos animales, tan solo algunas cabras. Los predios están divididos por muros de piedra, tan abundante como el agua de mar. Lo que no abunda en Myconos es el agua dulce. Se bebe exclusivamente agua envasada. En un lago artificial recogen agua de lluvia para diferentes usos, pero estas son escasas. Paradojas de la naturaleza.


Samos


En la cola de la oficina de migraciones del puerto de Vathi, en la isla de Samos, conocimos a Tomás, de Chile. Al igual que nosotras, iba rumbo a Myconos y debía ir al puerto de Karlovassi, al otro lado de la isla, para tomar el siguiente ferry.

Fuimos a la estación de buses - un bar regenteado por un griego flaco, alto, campechano, simpático y buen mozo - donde nos permitieron dejar los bolsos mientras nos íbamos a recorrer Vathi.

En Samos visitamos la primera iglesia cristiana ortodoxa griega, de las muchas que veríamos a partir de entonces. Pequeña, pintada de blanco, con el mobiliario amontonado, las arañas doradas colgando del techo, las diferentes imágenes en el plano, de colores intensos, la madera tallada y revestida en dorado, las velas siempre encendidas, las alcancías de donación para los pobres o la restauración del templo.

Junto a la iglesia, el cementerio con sus cipreses y sus flores sobre las tumbas de mármol. Las chicharras cantaban a voz en cuello, el calor se hacía sentir. Bajamos hacia la rambla y buscamos un lugar para almorzar. Comimos el típico pita gyros: un pan de pita con carne de pollo o cerdo, tomate, cebolla, salsa de yogurt y papas fritas. Volvimos a la estación de buses. Los tres nos quedamos dormidos durante el recorrido de una hora a través de la isla.

El ferry que nos llevó a Myconos es el barco más grande en el que he estado en mi vida. Doble bodega, a las que ví subir camiones con todo tipo de carga, incluso barcos. Varios pisos y cubiertas. Desde la superior, observé cómo el barco cortaba el agua - de un azul profundo y vivo; la espuma blanca, resplandeciente - y sentí un poco de miedo, apoyada en esa baranda de hierro, a quince o veinte metros de altura, con el viento sacudiendo con furia las banderas que colgaban de los mástiles y el sol abrasando el piso de la cubierta y a los pocos que estábamos en ella. Algunas veces, las fuerzas de la naturaleza y del hombre, juntas, son estremecedoras.

Kusadasi


Kusadasi es una ciudad balnearia sobre el Mar Egeo que recibe más de seiscientos cruceros en la temporada de verano. Llegamos en la tarde y nos íbamos hacia las islas griegas al otro día por la mañana. Teníamos la posibilidad de ir en una corrida a visitar Éfeso, a pocos kilómetros de allí, pero nos decidimos por recorrer el centro y la rambla, visitar la pequeña Isla de las Palomas -a la que se accede cruzando un muelle - y descansar un poco.

Nos habíamos levantado a las cinco de la mañana para tomar el vuelo de las ocho desde Kayseri (Capadocia) hacia Estambul. Tuvimos la posibilidad de ver desde el aire la orografía de este maravilloso país: picos nevados, algunos cursos de agua y escasa vegetación sobre Capadocia; un gran lago cerca de Kirsehir; la capital Ankara; más cerca de Estambul, terreno montañoso pero con abundante vegetación; y las islas del Mar de Mármara, incluyendo el orfanato construido en madera que habíamos visitado días atrás. Estambul desde el aire es una alfombra ondulada de edficios cuadrados, de pocos pisos y techos de tejas a dos y cuatro aguas, salpicada por modernos edificios y mezquitas de brillantes cúpulas.

En Estambul tomamos el vuelo a Izmir, una de las ciudades más importantes del país después de Estambul y Ankara, ubicada sobre la costa egea y a tan solo 100 kmts de nuestro destino.

Kusadasi cuenta con una gran infraestructura de hoteles y restaurantes, casas de ropa de marcas internacionales y también pequeños locales donde se venden cachivaches chinos. Prácticamente no hay hostels, por lo que nos alojamos en un hotel en el centro antiguo, con vista al mar.

El dueño del Hotel Stella nos fue a buscar al aeropuerto. Silvia llegó con su valija con ruedas y yo con mi mochila de 15 kilos en la espalda. (Aquí tengo que aclarar que originalmente pesaba 18, pero en Capadocia me resolví a abandonar parte de la carga). Hasán se ofreció amablemente a llevar la valija de Silvia hasta el auto.

El viaje del aeropuerto de Izmir a Kusadasi es de una hora. Hasán lo dedicó a intentar convencernos de que fuéramos a Éfeso y a la casa donde dicen que vivió la Virgen María sus últimos años. Nos ofreció un tour con guía - él mismo - por 50 euros y también la posibilidad de llevarnos hasta la entrada de Éfeso por el precio del transporte público. Nos cambió la habitación compartida por una privada con desayuno, por unas pocas liras más. Nos ofreció comprarnos los boletos del ferry a Samos para la mañana siguiente y también los de Samos a Myconos. En cuanto a los primeros, agradecimos su gentileza. Los segundos los compramos mucho más baratos en Samos al otro día. A punto de dejar Turquía, comprobamos una vez más las habilidades para la venta de los nacionales de este país, habilidad que - luego sabríamos - sus vecinos griegos no comparten.

Por la noche vimos un concierto de una artista local en la rambla junto al mar, mientras nos despedíamos de la cautivante tierra turca.

martes, 25 de junio de 2013

Delicias turcas


En el vuelo de Frankfurt a Estambul en Turkish Airlines, nos convidaron con unos cubitos dulces que luego supe se llaman lokus. Son como una pasta gelatinosa con pistachos y otros frutos secos picados, cubierta con azúcar impalpable la mayoría de las veces. Los venden en todos lados y los dan para probar en todas las tiendas de dulces, tes, especias y demás exquisiteces.

El lokus es una de las tantas delicias turcas.


Probamos unos pastelitos fritos de los que no supe el nombre, rellenos con una pasta seguramente hecha a base de frutos secos. También probamos unos bollitos fritos recubiertos con miel, de una masa similar a la de los churros; y un budín muy dulce con almendras picadas.

Me gustó mucho una fruta llamada dut. Cuelga de los árboles y no hay más que arrancarla y comerla. Es del tipo de las moras o frambuesas. Cuando está madura es de color blanco, bien dulce y blanda al masticar. También la probé seca, ya que así la venden en las herboristerías. En Capadocia no es una fruta que se venda en los comercios: crece por todos lados. En Estambul sí la vimos en una frutería.

No probé el helado turco, pero mi compañera de viaje sí, quien asegura que no es muy sabroso. En cuanto a su consistencia, es más bien duro. Lo interesante es ver cómo lo amasan y aplastan, con un palo, mientras lo promocionan a los gritos y con una campana, al mejor estilo del heladero con carrito que solía recorrer las calles de Florida o Piriápolis.

Entre lo dulce y lo salado está la pasta o manteca de sésamo, mezclada con otros sabores, como por ejemplo el chocolate. Sería como un mantecol, pero más sabroso y de consistencia más suave. Me lo dieron a probar en un almacén (los turcos hacen buen marketing).

En el mercado de las especias probamos higos secos, frutos secos y varios quesos.

En cuanto al té, la única diferencia que noté es la cantidad que consumen: a toda hora, en unos vasitos de vidrio, generalmente decorados, con su platillo correspondiente. A veces con limón, a veces con azúcar en terrones. Sí probamos otros tés, como el de banana y miel o el de rosas.

El desayuno turco incluye pan, huevo, pepino, tomate, aceitunas, queso, mermelada y por supuesto mucho té.

Comimos kebabs casi a diario. Es la comida rápida de Turquía: pan (de pita o común), carne o pollo asados en un spiedo vertical y un relleno que varía pero que puede tener tomate, lechuga, cebolla, salsas, pepinillos y hasta papas fritas.

Tomé sopa un par de veces, picantes y sabrosas ambas. Una era de verduras y la otra de lentejas.

El yogurt es un ingrediente importante en la cocina turca. Lo ponen al costado de muchos platos, natural o condimentado con hierbas y especias.

La berenjena también es muy utilizada en los platos. Las comí en cubitos, saltadas con tomate.

También probamos: rollos de hojas de parra rellenos de arroz; papas preparadas como en una vinagreta; humus, que lleva garbanzos, tahini y jugo de limón; salsa de yogurt con ajo y menta; tomates saltados con mucho condimento.

Capadocia

En nuestro primer día en Göreme, conocimos a unos estudiantes de arquitectura que se habían separado del resto del grupo. Charlamos largo rato en un café junto al Museo al Aire Libre - conjunto edilicio excavado en la roca, con iglesias que conservan sus muros pintados hasta el día de hoy - sobre las experiencias vividas. Para nosotros, estar aquí conversando con ustedes, es un descanso - nos dijeron.

Al día siguiente alquilamos un auto y salimos a recorrer la región.

Fuimos de Göreme a Ürgüp, donde subimos al mirador - Wish Hill - para tener una vista general de la ciudad y los alrededores.

Pasamos por Avanos y nos dirigimos a las Chimeneas de las Hadas, uno de los valles más hermosos de Capadocia. Trepamos una colina rocosa y nos sentamos los siete - Denise y Arnaldo con su pequeña hija Aylen, Germán, Alan, Silvia y yo - en la roca más alta. Nos quedamos allí hablando, riéndonos, sintiendo el aire y el sol.

Continuamos hacia Nevsehir, donde paramos a almorzar unos kebabs.

De allí, tomamos rumbo hacia Derinkuyu, una de las muchas ciudades subterráneas construidas como refugio siglos atrás. Nos metimos en cada una de las galerías. Encontramos habitaciones, depósitos de alimentos, establos, pozos de agua, ductos de aire, iglesias, tumbas... incluso trampas!

En la plaza de Derincuyu nos cruzamos con un grupo de turcos, algunos vestidos de mujer, otros con la cara pintada de negro, uno disfrazado de camello, otro disfrazado de viejo - que corría a la gente con un palo - y tres músicos. No entendimos de que iba la cosa - nos dijeron que era una despedida de soltero -, pero los seguimos y nos mezclamos entre ellos, participando a nuestra manera.

Dejamos el pueblo y nos metimos por caminos secundarios, en busca de nuevos paisajes. Descubrimos una zona más verde, con cultivos, animales y un lago. Pasamos por varios pueblos (Shainefendi, Cemil, Mustafapasa) hasta llegar nuevamente a Ürgüp y de allí a Göreme.

Luego de devolver el auto y de sacarnos la tierra blanca de Capadocia, cenamos en torno a una mesa baja y fumamos narguile con sabor a manzana. Gracias, chicos, por compartir parte del viaje con nosotras!

lunes, 24 de junio de 2013

Bósforo

Estambul es una ciudad enorme para los parámetros de un montevideano y hay miles de lugares para visitar. Pero, uno de los paseos obligados es el Bósforo. Este canal divide Asia de Europa y la propia ciudad de Estambul, que se extiende sobre ambos continentes. Hay varios puertos desde donde salir a navegar. Nosotras lo hicimos desde el puerto de Kabatas porque era el más próximo a Beyoglú, el barrio donde parábamos y donde se encuentra la plaza Taksim.

Los barcos salen casi a diario. Para nuestra sorpresa, no había mucha gente. El destino final del viaje de una hora y media es Anadolu Kavapi. La virtud de este pueblo no es el castillo romano que dice tener en la cúspide, sino estar a corta distancia de la desembocadura del canal en el Mar Negro.

La vista es espectacular. También se hace presente esa rara sensación de estar en un lugar que fue motivo de disputa de varios imperios a lo largo de la historia.

sábado, 15 de junio de 2013

Estambul

Hoy de noche no pudimos salir del hostel debido a que la policía arremetió contra los ocupantes de la Plaza Taksim y del Parque Gezi. Fuimos a un comercio cercano a buscar comida y en el corto trayecto nos cruzamos con cientos de personas que intentaban alejarse de los gases y los chorros de agua. Hasta ahora y desde el miércoles pasado, la policía se había mantenido apostada en torno a la plaza y frente al Centro Cultural Ataturk, fuera del parque y con la orden de no intervenir en él. Más temprano, hacía las 4 de la tarde, una cuadrilla de trabajadores reenjardinaba la plaza, al tiempo que en el parque los ocupantes recibían con aplausos a un grupo de activistas veganos, que acababan de leer una proclama sobre la calle Istiklal.

Aprovecho este impasse obligado para sentarme a escribir. Estambul es hermosa. Huele a mar, a especias, a nueces tostadas. Los graznidos de las gaviotas y las llamadas a oración atrapan el silencio de la mañana, hasta ser ellos mismos acallados por bocinas y gritos. El tránsito es caótico, autos y peatones compiten por el espacio en cada cruce. Pero el transporte público es rápido, limpio y bien señalizado.

Visitamos los íconos de la cidad, como la Mezquita Azul, Santa Sofía y el Palacio Topkapi. Dedicamos largas horas a conocer la opulenta vida de los Sultanes, con sus exóticos trajes y sus obscenas riquezas. Pero fue al llegar al Puente Gálata - y recorrerlo por debajo, a través de la larga hilera de restaurantes; y por encima, junto a la también larga hilera de pescadores; y ver pasar las embarcaciones hacia el Bósforo; y sentir el soplo del Mar de Mármara en dirección al Mar Negro -, decía que fue entonces cuando recordé que este era el lugar, exactamente éste, al que quería llegar.

Los vendedores turcos son amables. Intentan hacerse entender en el idioma que sea. Utilizan trucos graciosos para llamar la atención de los desprevenidos turistas y la única manera de librarse de ellos es callarse y seguir de largo. Son rápidos con las cuentas y muy distraídos con el cambio, siempre el error a favor de ellos. Pero, estando atento, no hay ningún problema.

El té se toma a toda hora. Está lleno de barberías (los hombres, aunque sobrios para vestirse, aparentan ser coquetos). La zona adyacente a Taksim sería como una cuchilla, con pronunciadas pendientes a cada lado de la calle principal. La mayoría de las mujeres usa calzado bajo. Hay pocos perros - todos grandes y lanudos - y muchos, muchos, muchos gatos. En las calles se puede comer choclo asado, almejas con limón, nueces tostadas, churros (sin relleno), jugo de naranja, de limón y de granada. Gracias se dice teşekkür ederim.