El Palacio Salvo perdió la antena y una bicisenda pasa por la esquina de mi antigua casa. La pequeña Sara llegó antes de tiempo, la conocí cuando tenía tan solo treinta y cinco semanas de edad gestacional corregida, más dos días. Olivia ya camina, aunque a veces se le tuercen un poco las patas traseras. Todavía no me tocó un temporal fuerte, de los que rompen los bancos de la rambla. Tengo que reconstruir un tejido chingado, como un buzo al que agarró el agua en la cuerda. Tengo que averiguar dónde quedaron mis patines, mis documentos uruguayos ─cédula, credencial, tarjeta del videoclub─, mis rituales mañaneros, mis neurosis obsesivas. Tengo que redefinir mi concepto de casa y trabajo. Me preguntan por el viaje. Cuál. Hace más de un mes que estoy viajando y aún no llego. Volver al hogar no es una metáfora, una declaración o un anhelo, es más parecido a un dolor de panza, pero de hambre. También es una trampa de osos colocada por mí, en mi propio pie, como una media de nylon.
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