La aventura marroquí duró muy poco. Visto a la distancia, una pena. No tuve la paciencia suficiente como para adaptarme a sus reglas. Otra cultura, eso es Marruecos. Ocho meses viajando para darse uno cuenta de que no es tan fácil aceptar lo diferente.
Fez es una ciudad fascinante aún vista a la carrera. La recorrí entera junto con Silvaine, un francés divertido y con mucha más paciencia que yo. Gracias a eso, me trepé a los techos de las curtiembres, probé las sopas típicas marroquíes y llegué hasta la estación de trenes para comprar mi ticket a Tanger. Aunque el guía era él, mi sentido de la orientación nos llevó por buen camino cada vez que amagábamos a perdernos en los laberínticos callejones de la Medina.
En Tanger me encontré con una ciudad tanto más tranquila como menos interesante y con Lisandro, un porteño macanudo que se iba para Copenhague con una campera de corderoy y un par de championes. También conocí a Marian, hija de madre española y padre marroquí, con quien compartimos largas charlas sobre la cultura del norte, la de los rifeños.
Y sin más trámite crucé el estrecho, como quien cruza el Río de la Plata, y desembarqué en Tarifa. Dicen que el levante y el poniente ─los vientos que soplan por aquí─ atrapan a los viajeros. Me lo contaba Hernán, otro argentino, uno de los muchos que han recalado en Tarifa y se han quedado un poco más de lo que dura la temporada.
Y en Tarifa comenzó un extraño periplo que me llevó a conocer personalmente a Emilio, en Sevilla; a compartir una noche de tapas con él y otros, entre ellos Aharon y Rebecca, judíos conversos que hablaban de Cábala mientras yo me acordaba de Jonathan y pensaba qué hago acá; a viajar con Emilio a Huelva y sacarme algunas dudas existenciales en el camino, como la de las dimensiones y la de los universos paralelos; y terminar nuevamente en Tarifa, para disfrutar un poco del sol y la playa, poner algunas ideas en orden y buscar por donde seguir.
Fez es una ciudad fascinante aún vista a la carrera. La recorrí entera junto con Silvaine, un francés divertido y con mucha más paciencia que yo. Gracias a eso, me trepé a los techos de las curtiembres, probé las sopas típicas marroquíes y llegué hasta la estación de trenes para comprar mi ticket a Tanger. Aunque el guía era él, mi sentido de la orientación nos llevó por buen camino cada vez que amagábamos a perdernos en los laberínticos callejones de la Medina.
En Tanger me encontré con una ciudad tanto más tranquila como menos interesante y con Lisandro, un porteño macanudo que se iba para Copenhague con una campera de corderoy y un par de championes. También conocí a Marian, hija de madre española y padre marroquí, con quien compartimos largas charlas sobre la cultura del norte, la de los rifeños.
Y sin más trámite crucé el estrecho, como quien cruza el Río de la Plata, y desembarqué en Tarifa. Dicen que el levante y el poniente ─los vientos que soplan por aquí─ atrapan a los viajeros. Me lo contaba Hernán, otro argentino, uno de los muchos que han recalado en Tarifa y se han quedado un poco más de lo que dura la temporada.
Y en Tarifa comenzó un extraño periplo que me llevó a conocer personalmente a Emilio, en Sevilla; a compartir una noche de tapas con él y otros, entre ellos Aharon y Rebecca, judíos conversos que hablaban de Cábala mientras yo me acordaba de Jonathan y pensaba qué hago acá; a viajar con Emilio a Huelva y sacarme algunas dudas existenciales en el camino, como la de las dimensiones y la de los universos paralelos; y terminar nuevamente en Tarifa, para disfrutar un poco del sol y la playa, poner algunas ideas en orden y buscar por donde seguir.
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