Cuando crucé el puente Luis I por su parte más alta, sentí ese consquilleo que siempre me dan las alturas y por el que les tengo tanto respeto. No es vértigo, siento la atracción del vacío. Me apoyo en la baranda, miro hacia abajo y hacia el horizonte, disfruto de la vista, tomo fotografías. Doy un paso atrás y sigo caminando. No se cuánto mide el magnífico puente construido por Gustave Eiffel, pero es dramáticamente alto.
Llegué a Oporto desde Faro y me quedé hasta que paró de llover. No me parecía razonable haber cruzado el país para conocer una ciudad con tan buena fama e irme antes de recorrerla. Sus iglesias revestidas de azulejos pintados son hermosas, sus calles empedradas ─y empinadas─ invitan a perderse, el Río Duero discurre manso y los antiguos tranvías anuncian su paso a los peatones imprudentes que van sobre las vías.
Una semana después desembarco en Lisboa. Pedro, un viajero que conocí en Georgia, me va a buscar a la Estación de Santa Apolonia. Y Lisboa también tiene tranvías antiguos, calles empedradas y empinadas, fachadas de azulejos y un río de aguas calmas que la cruza, el Tajo. Pero es distinta, tan hermosa como Oporto pero diferente. La casa de Pedro está en Amoreiras, no muy lejos de los barrios más centricos: Bairro Alto y el Chiado, zonas de bares y restaurantes; la Baixa, el centro más tradicional y comercial; y Alfama, la parte más antigua de la ciudad. Eiffel también dejó su huella en Lisboa, con un ascensor de hierro que se levanta por sobre los techos del Chiado. Y elevadores les dicen a los tranvías que suben a Bairro Alto, desde donde también pueden obtenerse hermosas vistas.
Cristina, una amiga de Pedro, nos invita a ir en su auto hasta Sintra, una pequeña ciudad cercana a Lisboa con exhuberante vegetación y antiguos y suntuosos palacetes de veraneo. Salimos por la tarde, el trayecto no lleva más de cuarenta minutos. Hablamos de viajes. Pedro ha recorrido casi toda Europa y tiene ganas de cruzar el Atlántico dentro de un tiempo. Cristina está sin trabajo y no ve razón para no hacerlo ya. En Portugal el porcentaje de desempleo es muy alto, pero hay quienes encuentran en la aparente adversidad una oportunidad de vivir nuevas experiencias.
Cuando escucho hablar a los portugueses, recuerdo a una profesora de ese idioma que tuve en la facultad. Brasileiro fala com a boca aberta, decía, modulando exageradamente. Aquí no. Voitek, en Polonia, me decía que el portugués sonaba parecido al polaco. Y tenía razón! Oigo un yeyeo cerrado y me resulta difícil distinguir las palabras. Afortunadamente, tanto Pedro como Cristina hablan y entienden muy bien el español.
Pedro fue un buen compañero de viaje en los monasterios de Davit Gareji y en la inolvidable Tibilisi y descubro ahora que es también un excelente anfitrión. Recorremos Lisboa en su scooter ─y, aunque nunca pisé Italia, me siento como si estuviera en Roma─; tomamos cerveza en las terrazas con vista al Río Tajo, donde la gente se reúne a la tarde para disfrutar de la recién estrenada primavera; me incita a comer pescado en un restaurante de Alfama, porque le parece una locura que deje Portugal sin probar algún plato típico; me presenta a sus amigos y cocina para todos, con la mano de quien ha viajado y sabe combinar los sabores de diferentes culturas; y me lleva a escuchar fados, ese son cadencioso que llena de nostalgia las calles de Lisboa.
* Uma casa portuguesa es una canción popularizada por Amalia Rodríguez, conocida como La Reina del Fado (música de Artur Fonseca y letra de Reinaldo Ferreira y Vasco Matos).
Llegué a Oporto desde Faro y me quedé hasta que paró de llover. No me parecía razonable haber cruzado el país para conocer una ciudad con tan buena fama e irme antes de recorrerla. Sus iglesias revestidas de azulejos pintados son hermosas, sus calles empedradas ─y empinadas─ invitan a perderse, el Río Duero discurre manso y los antiguos tranvías anuncian su paso a los peatones imprudentes que van sobre las vías.
Una semana después desembarco en Lisboa. Pedro, un viajero que conocí en Georgia, me va a buscar a la Estación de Santa Apolonia. Y Lisboa también tiene tranvías antiguos, calles empedradas y empinadas, fachadas de azulejos y un río de aguas calmas que la cruza, el Tajo. Pero es distinta, tan hermosa como Oporto pero diferente. La casa de Pedro está en Amoreiras, no muy lejos de los barrios más centricos: Bairro Alto y el Chiado, zonas de bares y restaurantes; la Baixa, el centro más tradicional y comercial; y Alfama, la parte más antigua de la ciudad. Eiffel también dejó su huella en Lisboa, con un ascensor de hierro que se levanta por sobre los techos del Chiado. Y elevadores les dicen a los tranvías que suben a Bairro Alto, desde donde también pueden obtenerse hermosas vistas.
Cristina, una amiga de Pedro, nos invita a ir en su auto hasta Sintra, una pequeña ciudad cercana a Lisboa con exhuberante vegetación y antiguos y suntuosos palacetes de veraneo. Salimos por la tarde, el trayecto no lleva más de cuarenta minutos. Hablamos de viajes. Pedro ha recorrido casi toda Europa y tiene ganas de cruzar el Atlántico dentro de un tiempo. Cristina está sin trabajo y no ve razón para no hacerlo ya. En Portugal el porcentaje de desempleo es muy alto, pero hay quienes encuentran en la aparente adversidad una oportunidad de vivir nuevas experiencias.
Cuando escucho hablar a los portugueses, recuerdo a una profesora de ese idioma que tuve en la facultad. Brasileiro fala com a boca aberta, decía, modulando exageradamente. Aquí no. Voitek, en Polonia, me decía que el portugués sonaba parecido al polaco. Y tenía razón! Oigo un yeyeo cerrado y me resulta difícil distinguir las palabras. Afortunadamente, tanto Pedro como Cristina hablan y entienden muy bien el español.
Pedro fue un buen compañero de viaje en los monasterios de Davit Gareji y en la inolvidable Tibilisi y descubro ahora que es también un excelente anfitrión. Recorremos Lisboa en su scooter ─y, aunque nunca pisé Italia, me siento como si estuviera en Roma─; tomamos cerveza en las terrazas con vista al Río Tajo, donde la gente se reúne a la tarde para disfrutar de la recién estrenada primavera; me incita a comer pescado en un restaurante de Alfama, porque le parece una locura que deje Portugal sin probar algún plato típico; me presenta a sus amigos y cocina para todos, con la mano de quien ha viajado y sabe combinar los sabores de diferentes culturas; y me lleva a escuchar fados, ese son cadencioso que llena de nostalgia las calles de Lisboa.
* Uma casa portuguesa es una canción popularizada por Amalia Rodríguez, conocida como La Reina del Fado (música de Artur Fonseca y letra de Reinaldo Ferreira y Vasco Matos).
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