Las pirámides de Egipto ─particularmente las de Giza─ son uno de esos monstruos sagrados que todos querríamos visitar alguna vez. Como Machu Picchu o el Taj Mahal. Las conocemos sin haberlas visto. Sus siluetas inconfundibles impregnan libros y films.
Para acceder a ellas, contraté un auto desde el hostel. Bordeamos el Nilo la mayor parte del recorrido, con sus jardines floridos y sus altas palmeras. Luego cruzamos hacia el otro banco y entramos en el barrio de Giza. Pasamos por un antiguo canal de irrigación, de cuando la zona estaba ocupada por granjas. Ahora hay decenas de edificios en contrucción. Según mis fuentes ─los taxistas─, la población de El Cario ronda los 25 millones de habitantes. Finalmente, atravesamos algunos angostos callejones, con sus tendederos de ropa al frente y sus burros y caballos en la calle, y estacionamos en una plaza donde descansaban algunos camellos.
Mi chofer de confianza me llevó a una oficina donde un amable egipcio quiso venderme un tour por las pirámides, asegurándome que él estaba licenciado y que era la única manera segura de recorrerlas. La conversación duró poco. Le pedí al chofer que me llevara a la entrada, donde pagar el ticket común que ya sabía era de 80 libras egipcias.
Una vez adentro, tuve que lidiar con un par de supuestos empleados del gobierno que pretendieron quedarse con mi ticket, además de venderme otros tantos tours, aunque por bastante menos dinero. Una voz amiga me advirtió que no le entregara el ticket a nadie. Dos chicas extranjeras me dieron las indicaciones básicas, que además estaban a la vista: caminar alrededor de las pirámides principales, visitar la Esfinge y, si quería, alquilar un caballo o un carro para hacer un recorrido más largo. El sol incendiaba mi cabeza. Un niño me exigió que le mostrara mi ticket, aduciendo que trabajaba para el gobierno. Conforme me iba calmando e iba entendiendo la dinámica, comencé a intentar apreciar el entorno: las descomunales moles de piedra, las archi-vistas pirámides, símbolo de Egipto y de una de las mayores civilizaciones de la historia, estaban allí, frente a mis ojos; rodeadas de turistas de todas partes del mundo, de egipcios con sus carros, sus caballos, sus camellos y su muy particular forma de hacer negocios.
Luego de una larga caminata me recosté en la pirámide de Kefrén, tome agua, saqué fotos. Giza es lo más cerca que he estado del desierto. Detrás de las pirámides, se levantan nubes de arena bajo los cascos de los caballos que cabalgan en dirección al cerro panorámico. Delante, la ciudad de El Cairo se extiende hasta el infinito.
Para acceder a ellas, contraté un auto desde el hostel. Bordeamos el Nilo la mayor parte del recorrido, con sus jardines floridos y sus altas palmeras. Luego cruzamos hacia el otro banco y entramos en el barrio de Giza. Pasamos por un antiguo canal de irrigación, de cuando la zona estaba ocupada por granjas. Ahora hay decenas de edificios en contrucción. Según mis fuentes ─los taxistas─, la población de El Cario ronda los 25 millones de habitantes. Finalmente, atravesamos algunos angostos callejones, con sus tendederos de ropa al frente y sus burros y caballos en la calle, y estacionamos en una plaza donde descansaban algunos camellos.
Mi chofer de confianza me llevó a una oficina donde un amable egipcio quiso venderme un tour por las pirámides, asegurándome que él estaba licenciado y que era la única manera segura de recorrerlas. La conversación duró poco. Le pedí al chofer que me llevara a la entrada, donde pagar el ticket común que ya sabía era de 80 libras egipcias.
Una vez adentro, tuve que lidiar con un par de supuestos empleados del gobierno que pretendieron quedarse con mi ticket, además de venderme otros tantos tours, aunque por bastante menos dinero. Una voz amiga me advirtió que no le entregara el ticket a nadie. Dos chicas extranjeras me dieron las indicaciones básicas, que además estaban a la vista: caminar alrededor de las pirámides principales, visitar la Esfinge y, si quería, alquilar un caballo o un carro para hacer un recorrido más largo. El sol incendiaba mi cabeza. Un niño me exigió que le mostrara mi ticket, aduciendo que trabajaba para el gobierno. Conforme me iba calmando e iba entendiendo la dinámica, comencé a intentar apreciar el entorno: las descomunales moles de piedra, las archi-vistas pirámides, símbolo de Egipto y de una de las mayores civilizaciones de la historia, estaban allí, frente a mis ojos; rodeadas de turistas de todas partes del mundo, de egipcios con sus carros, sus caballos, sus camellos y su muy particular forma de hacer negocios.
Luego de una larga caminata me recosté en la pirámide de Kefrén, tome agua, saqué fotos. Giza es lo más cerca que he estado del desierto. Detrás de las pirámides, se levantan nubes de arena bajo los cascos de los caballos que cabalgan en dirección al cerro panorámico. Delante, la ciudad de El Cairo se extiende hasta el infinito.
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