martes, 9 de julio de 2013

Nadie espera en Koprivshtitsa

El tiempo en Plovdiv transcurre con la misma lentitud que la que ya retratara García Márquez en La siesta del martes. Para qué intentar describir la pesadez, el calor y el vacío en las calles durante las horas muertas, me pregunto. Mejor hablarles de Koprivshtitsa.

Quisiera poder decirles que es un pueblo encantador situado a unos pocos kilómetros de Plovdiv. Que tampoco queda demasiado lejos de Sofía - digamos que Koprivshtitsa se encuentra equidistante a ambas -. Que en ella viven cerca de tres mil personas y que la arquitectura conserva el autentico estilo búlgaro del siglo XIX. Que el río Topolnitsa la atraviesa y las montañas de Sredna Gora la envuelven y protegen.

Hace una semana que estoy en Plovdiv y no hay buses ni trenes que vayan a Koprivshtitsa. Cada día atravieso la ciudad y me asomo a la ventanilla de información, cerca de los andenes. La mujer que me atiende - rostro serio, adusto, un desprevenido diría que con expresión de enojo, pero ya conozco un poco a los búlgaros, no voy a depositar en ella mi necesidad de una sonrisa - me dice una vez más: Hoy no hay tren a Koprivshtitsa.

Y no quiero ponerme terca, insistente. Quizás nadie en ese pueblo quiera recibir visitas. Tienen agua y comida, imagino. Agua, con certeza. En este lugar parece haber tantas fuentes de agua mineral como campos de girasoles. ¿Jugarán al backgamon en la plaza? Quiero creer que sí. Aunque, ¿se supone que eso deba importarme? ¿Por qué querría yo saber a qué juegan y qué hacen y por qué no reclaman que los trenes lleguen a su pequeña estación junto al río Topolnitsa? Reconozco que he sido un poco obtusa algunas veces. He querido hablar con quien no escucha, he deseado estar donde nadie espera. Todos hemos querido estar en Koprivshtitsa alguna vez.

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