lunes, 25 de noviembre de 2013

esLOVEnia

Cuando llegué a la bella Ljubljana me di cuenta de que estaba a punto de atravesar una frontera significativa: la que separa a los Balcanes del resto de Europa. Se nota en la arquitectura, en la señalización, en las rutas. Y en las iglesias con vistosas torres que asoman en cada uno de los pueblos que pasamos camino a las termas de Snovik, a Portoroz, a Pirán. Eslovenia es mayoritariamente católica.

Ljubljana significa amada. Cuenta la leyenda que la ciudad fue fundada por Jasón y los Argonautas, en su viaje de regreso desde la Colchis, o Mingrelia, las tierras de Marika ─la dueña de Zugdidi Hostel─, donde estuve hace casi tres meses. Estoy hablando de la muy exótica y salvaje Georgia, donde las rutas están llenas de animales sueltos. En Eslovenia los únicos animales que pueden llegar a cruzarse en el camino son los venados. Hay advertencias cada pocos kilómetros. Dice Miha que cada tanto se topa con alguno en los bosques cercanos a su casa, cuando sale a caminar.

Miha vive en las afueras de la ciudad, en una zona de granjas. Dos cosas me llaman la atención: los estantes de madera techados donde ponen a secar el heno para los animales y el césped cortado entre cada propiedad. Prolijidad, orden. La casa de Miha está bien calefaccionada. Usa una estufa a leña con termostato que alimenta unas cañerías que llevan el calor a todas las habitaciones. Me acuerdo de Yuro, el yugoslavo que instalaba estufas de cerámica refractaria en Florida.

Vamos al centro de Ljubljana y lo recorremos en una tarde. Es una ciudad a la medida de un caminante, aunque está llena de autos y es difícil encontrar donde estacionar. En cada esquina recuerdo que no debo bajar el cordón y mucho menos cruzar con la roja. La policía eslovena multa también a los peatones que infrigen las reglas de tránsito. Hay bicisendas y bicicletas para alquilar como parte del sistema de transporte público.

Eslovenia tiene tierras bajas anegadas y también montañas de más de dos mil quinientos metros. Tiene picos nevados y una costa de ensueño sobre el Mar Adriático. En Pirán los nombres de las calles están en esloveno e italiano. Parada en la proa de la Iglesia de San Jorge, el punto más alto del pueblo, disfruté de la fuerza del viento soplando en todas direcciones. Veo Trieste y me acuerdo de Ruggero, en el tren a Kars.

Volver a ver a Miha me focaliza de nuevo en Bulgaria. Los días en Varna fueron una parada necesaria. Como entonces, hablamos de planes presentes y futuros, de trabajo, religión y viajes. De relaciones humanas. De India, su eterno retorno. Del Río de la Plata.

Me quedaron muchas historias sin contar sobre Bosnia: el misterio del partido que nunca se transmitió en Mostar, las hileras de confesionarios en torno a la Iglesia de la Virgen de Medjugorje, el camino corto pero largo para llegar al castillo de Blagaj, los agujeros de balas en las lápidas del cementerio judío de Sarajevo, las ruinas de la Catedral Ortodoxa de Banja Luka. Ahora estoy en Zagreb, Croacia. De los Balcanes, solo va quedando Serbia y, si quiero hacer las cosas bien, la provincia autónoma de Vojvodina.

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