Escucho un resumen de entrevistas radiales a personalidades argentinas mientras veo el cielo cambiar de color sobre el relieve montañoso de Bosnia. El periodista pregunta Y vos quién sos? Las respuestas se parecen mucho más a una explicación del hacer o a una excusa que a la definición de uno mismo. Los entiendo... quién quiere o puede etiquetarse con un revoltijo de palabras? Y algo así me pasa ahora, intentando hablar de Bosnia.
Es linda, muy linda. Las montañas no son tan altas, los valles no son tan extensos, los montes no son tan tupidos, los ríos no son tan profundos. Ha llovido mucho los últimos días. Las tierras bajas brillan de verdes. Veo algunas parcelas de campo cultivadas, veo cabras. Paso por un pueblo cercado por paredes de roca, asentado a ambas márgenes de un río que salta y cae entre casas de piedra en ruinas.
El mini bus no lleva casi pasaje. Somos dos, o tres, o cuatro en algún tramo. Salgo de Trebinje a las dos y media de la tarde. Trebinje, cerca de la frontera con Montenegro. Una plaza arbolada, una ciudad vieja amurallada, una iglesia ortodoxa en lo alto de la colina, una mezquita en restauración, un mercado donde comprar un exquisito queso mantecoso y una paloma picoteándolo desde la boca de la bolsa.
Un día antes, en Niksic, Montenegro, escucho las historias de Radován, el dueño del guesthouse, tomando el café de la mañana junto con un shot de rakia. Aquí el problema no fue Serbia, me dice, sino los Americanos. Yugoslavia era una gran familia. También me muestra el diario con la foto de la inauguración del puente que él mismo construyó durante cuatro años, a unos pocos kilómetros de la ciudad. Este no lo destruye ni la OTAN, me dice y se ríe. Tiene ojos pequeños y mirada pícara. Me abraza cuando me voy.
Y a Niksic llegué desde Kotor, la bahía más hermosa de la costa montenegrina. Y a Kotor desde Ulcinj, también en Montenegro, que tiene un cementerio con vista al Mar Adriático. Y a Ulcinj llegué desde Gjacove, mis últimas horas en Kosovo. Los días caen como fichas pero no los cuento. Paro y sigo. Me muevo más rápido. A veces se dónde estoy yendo, a veces me pregunto hasta dónde y hasta cuándo.
Es linda, muy linda. Las montañas no son tan altas, los valles no son tan extensos, los montes no son tan tupidos, los ríos no son tan profundos. Ha llovido mucho los últimos días. Las tierras bajas brillan de verdes. Veo algunas parcelas de campo cultivadas, veo cabras. Paso por un pueblo cercado por paredes de roca, asentado a ambas márgenes de un río que salta y cae entre casas de piedra en ruinas.
El mini bus no lleva casi pasaje. Somos dos, o tres, o cuatro en algún tramo. Salgo de Trebinje a las dos y media de la tarde. Trebinje, cerca de la frontera con Montenegro. Una plaza arbolada, una ciudad vieja amurallada, una iglesia ortodoxa en lo alto de la colina, una mezquita en restauración, un mercado donde comprar un exquisito queso mantecoso y una paloma picoteándolo desde la boca de la bolsa.
Un día antes, en Niksic, Montenegro, escucho las historias de Radován, el dueño del guesthouse, tomando el café de la mañana junto con un shot de rakia. Aquí el problema no fue Serbia, me dice, sino los Americanos. Yugoslavia era una gran familia. También me muestra el diario con la foto de la inauguración del puente que él mismo construyó durante cuatro años, a unos pocos kilómetros de la ciudad. Este no lo destruye ni la OTAN, me dice y se ríe. Tiene ojos pequeños y mirada pícara. Me abraza cuando me voy.
Y a Niksic llegué desde Kotor, la bahía más hermosa de la costa montenegrina. Y a Kotor desde Ulcinj, también en Montenegro, que tiene un cementerio con vista al Mar Adriático. Y a Ulcinj llegué desde Gjacove, mis últimas horas en Kosovo. Los días caen como fichas pero no los cuento. Paro y sigo. Me muevo más rápido. A veces se dónde estoy yendo, a veces me pregunto hasta dónde y hasta cuándo.
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