En la cola de la oficina de migraciones del puerto de Vathi, en la isla de Samos, conocimos a Tomás, de Chile. Al igual que nosotras, iba rumbo a Myconos y debía ir al puerto de Karlovassi, al otro lado de la isla, para tomar el siguiente ferry.
Fuimos a la estación de buses - un bar regenteado por un griego flaco, alto, campechano, simpático y buen mozo - donde nos permitieron dejar los bolsos mientras nos íbamos a recorrer Vathi.
En Samos visitamos la primera iglesia cristiana ortodoxa griega, de las muchas que veríamos a partir de entonces. Pequeña, pintada de blanco, con el mobiliario amontonado, las arañas doradas colgando del techo, las diferentes imágenes en el plano, de colores intensos, la madera tallada y revestida en dorado, las velas siempre encendidas, las alcancías de donación para los pobres o la restauración del templo.
Junto a la iglesia, el cementerio con sus cipreses y sus flores sobre las tumbas de mármol. Las chicharras cantaban a voz en cuello, el calor se hacía sentir. Bajamos hacia la rambla y buscamos un lugar para almorzar. Comimos el típico pita gyros: un pan de pita con carne de pollo o cerdo, tomate, cebolla, salsa de yogurt y papas fritas. Volvimos a la estación de buses. Los tres nos quedamos dormidos durante el recorrido de una hora a través de la isla.
El ferry que nos llevó a Myconos es el barco más grande en el que he estado en mi vida. Doble bodega, a las que ví subir camiones con todo tipo de carga, incluso barcos. Varios pisos y cubiertas. Desde la superior, observé cómo el barco cortaba el agua - de un azul profundo y vivo; la espuma blanca, resplandeciente - y sentí un poco de miedo, apoyada en esa baranda de hierro, a quince o veinte metros de altura, con el viento sacudiendo con furia las banderas que colgaban de los mástiles y el sol abrasando el piso de la cubierta y a los pocos que estábamos en ella. Algunas veces, las fuerzas de la naturaleza y del hombre, juntas, son estremecedoras.
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