Estamos dejando Santorini en el rápido hacia Atenas. Son cinco horas de viaje, sin posibilidad de salir a cubierta a despedirnos del Egeo porque es un ferry cerrado. El mar está picado y el barco se sacude. Silvia intenta dormir. Yo trato de acertarle a las teclas.
Lo primero que nos llamó la atención de Santorini - aunque sea un sacrilegio decirlo - fue la panadería a dos cuadras del hostel, en Perissa, la playa de arena volcánica que elegimos para quedarnos. Atendida por sus propios dueños, una familia de griegos gordos y simpáticos que hablaban algo de español, fue un alivio descubrirla y poder salir de la dieta de comida rápida griega. Es muy difícil comer bien y sano en las islas, no porque no haya variedad de platos exquisitos, sino por lo que cuestan.
Una vez alimentadas, pudimos apreciar las bellezas naturales de Perissa, como la exótica playa de arena negra y aguas cristalinas; los alrededores semi rurales, con sus huertos de tomates cherry; y la gigantesca pared de piedra que pareciera protegerla del volcán de Nea Kameni, frente a Fira, al otro lado de la isla. Santorini es una gran roca emergente, con ciudades de casas blancas recostadas en las alturas. Sin embargo, Perissa descansa al nivel del mar y se mueve al ritmo de sus imperceptibles olas.
El hostel invita al descanso. La playa esta a doscientos metros. Decenas de reposeras aguardan por turistas que aún no llegan, al igual que las mesas de bares y restaurantes. La iglesia abre solo los domingos. Hay poco tránsito. El ómnibus a Fira, la capital de Santorini, jamás pasa en hora. Frente a tamaña falta de apuro por nada, no me quedó otra que dedicarme al dolce far niente.
Me tomé la mañana con tanta calma que cuando quise darme cuenta ya era mediodía y no me pareció apropiado ir a la playa. El calor a esa hora era insoportable. Silvia se había ido a conocer el volcán. Yo me quedé en el hostel, mutando. A las cinco de la tarde pedí prestada una bicicleta y me dirigí a la antigua ciudad de Fira, uno de los recorridos turísticos de Perissa. No tenía del todo claro a qué tipo de lugar estaba yendo. Cuando llegué junto al cartel indicador, me encontré con un camino serpenteante que subía la enorme roca. Dejé la bicicleta y comencé a andar. A mitad de camino, casi sin aire, con la única compañía de las lagartijas que cruzaban veloces la escalera de piedra, me di cuenta de que estaba cerca de una construcción blanca que se veía desde el pie de la mole, como incrustada. Hacia allí me fui. Era una iglesia, para variar, y estaba cerrada.
Nunca llegué a la antigua ciudad de Fira - aunque por lo que me contaron no hay demasiado allí - pero tuve frente a mí la vista que hace famosa a esta isla: una cúpula azul, una cruz blanca y, al fondo, el mar.
Quiero conocer a esa pareja de griegos :)
ResponderEliminarlos dos gordos a cargo eran padre e hijo, unos fenómenos! pero con esa panadería cerca quedás como ellos en pocos días ;)
ResponderEliminar