Tibilisi es una ciudad ruidosa, caótica y en obra. Un río la atraviesa y un cerro la custodia. Antiguas iglesias ortodoxas en restauración conviven con moderna arquitectura y descascarados edificios. San Jorge mata al dragón en el centro de la ciudad. Madre Georgia sostiene un cuenco con vino para los amigos y empuña una espada contra los enemigos. Hasta aquí, una ciudad encantadora, una ciudad más.
Pero Tibilisi es diferente porque Georgia lo es. Si un georgiano está comiendo, va a querer compartirlo contigo. Y si levanta un poco la barbilla y se da un par de tiquiñazos debajo de la mandíbula, te está invitando a tomar algo. Ese algo será vino o chacha. Si estás tomando cerveza, te va a preguntar si no preferís algo más fuerte. Si estás sacando fotos, se va a ofrecer para que le tomes una. Y si no habla tu idioma, va a buscar a alguien que sí lo hable o va a intentar hacerse entender. Aquí, la hospitalidad es una tradición.
La primera noche en Tibilisi conocí a Giani, de Brasil; Tobi, de Alemania; y Mari, de Italia; tres grandes viajeros. A la mañana siguiente fuimos al mercado, cerca de la estación de trenes. El mismo se extiende sobre un puente que cruza las vías y una plataforma supongo que en desuso. Los vendedores, lejos de insistir en la venta, nos dieron a probar no solo su mercadería sino su propia comida. Higos negros, queso ahumado, pan con mortadela, chacha, todo fue a bodega. De donde son? Siempre una sonrisa, la mano extendida y a veces un abrazo cálido y respetuoso.
En el mercado probé el delicioso café georgiano, preparado a la turca, espeso y dulce. También probé la bebida cola que se vendía en los tiempos soviéticos, con un ligero sabor a limón. Las especialidades en pastelería son infinitas en variedad: dulces y saladas, rellenas con queso, carne, pasta de legumbres, hongos, hierbas, crema pastelera y diferentes dulces. Dicen que hay un pastel relleno de skushonka, el dulce de leche georgiano. Mari, que es italiana pero vivió en Buenos Aires, dió fe de que es verdadero dulce de leche. Aún no he podido comprobarlo.
Mis tres primeras noches en Georgia salí a cenar con el susodicho trío, que andaba recorriendo el Cáucaso en bicicleta. También se sumaron Pedro y Giovanni, de Portugal e Italia. La cuarta noche tuve que quedarme en cama porque mi aparato digestivo estaba pidiendo agua por señas. Primer traspié en más de dos meses de viaje, eso dice algo de lo que es la gastronomía georgiana: uno come más de lo que puede o debe. Tengo mucho más para decir al respecto pero lo dejaré para después. Solo voy a mencionar, como al pasar, las berenjenas asadas con salsa de nueces.
La mejor postal de la hospitalidad de la gente del Cáucaso fue la noche del viernes, tres días atrás. Estábamos cenando en un restaurante cuando un local se acerca a Giani y se presenta. Le dice que lo reconoció por una foto que un amigo en común había publicado en facebook. Saludos y presentaciones. El vino comienza a llegar desde la mesa de al lado. Luego, una invitación a otro restaurante. De allí, a un boliche en el cerro, con una increíbe vista de la ciudad. Y por último, a una discoteca gay ambience donde había fiesta para rato. Nuestros anfitriones hablaban inglés, alemán y uno de ellos hablaba español porque - una vez más - su hermana veía las telenovelas de Natalia Oreiro. Nos trataron como amigos, nos hicieron sentir como en casa.
Pero Tibilisi es diferente porque Georgia lo es. Si un georgiano está comiendo, va a querer compartirlo contigo. Y si levanta un poco la barbilla y se da un par de tiquiñazos debajo de la mandíbula, te está invitando a tomar algo. Ese algo será vino o chacha. Si estás tomando cerveza, te va a preguntar si no preferís algo más fuerte. Si estás sacando fotos, se va a ofrecer para que le tomes una. Y si no habla tu idioma, va a buscar a alguien que sí lo hable o va a intentar hacerse entender. Aquí, la hospitalidad es una tradición.
La primera noche en Tibilisi conocí a Giani, de Brasil; Tobi, de Alemania; y Mari, de Italia; tres grandes viajeros. A la mañana siguiente fuimos al mercado, cerca de la estación de trenes. El mismo se extiende sobre un puente que cruza las vías y una plataforma supongo que en desuso. Los vendedores, lejos de insistir en la venta, nos dieron a probar no solo su mercadería sino su propia comida. Higos negros, queso ahumado, pan con mortadela, chacha, todo fue a bodega. De donde son? Siempre una sonrisa, la mano extendida y a veces un abrazo cálido y respetuoso.
En el mercado probé el delicioso café georgiano, preparado a la turca, espeso y dulce. También probé la bebida cola que se vendía en los tiempos soviéticos, con un ligero sabor a limón. Las especialidades en pastelería son infinitas en variedad: dulces y saladas, rellenas con queso, carne, pasta de legumbres, hongos, hierbas, crema pastelera y diferentes dulces. Dicen que hay un pastel relleno de skushonka, el dulce de leche georgiano. Mari, que es italiana pero vivió en Buenos Aires, dió fe de que es verdadero dulce de leche. Aún no he podido comprobarlo.
Mis tres primeras noches en Georgia salí a cenar con el susodicho trío, que andaba recorriendo el Cáucaso en bicicleta. También se sumaron Pedro y Giovanni, de Portugal e Italia. La cuarta noche tuve que quedarme en cama porque mi aparato digestivo estaba pidiendo agua por señas. Primer traspié en más de dos meses de viaje, eso dice algo de lo que es la gastronomía georgiana: uno come más de lo que puede o debe. Tengo mucho más para decir al respecto pero lo dejaré para después. Solo voy a mencionar, como al pasar, las berenjenas asadas con salsa de nueces.
La mejor postal de la hospitalidad de la gente del Cáucaso fue la noche del viernes, tres días atrás. Estábamos cenando en un restaurante cuando un local se acerca a Giani y se presenta. Le dice que lo reconoció por una foto que un amigo en común había publicado en facebook. Saludos y presentaciones. El vino comienza a llegar desde la mesa de al lado. Luego, una invitación a otro restaurante. De allí, a un boliche en el cerro, con una increíbe vista de la ciudad. Y por último, a una discoteca gay ambience donde había fiesta para rato. Nuestros anfitriones hablaban inglés, alemán y uno de ellos hablaba español porque - una vez más - su hermana veía las telenovelas de Natalia Oreiro. Nos trataron como amigos, nos hicieron sentir como en casa.