martes, 27 de agosto de 2013

Postales de Tibilisi

Tibilisi es una ciudad ruidosa, caótica y en obra. Un río la atraviesa y un cerro la custodia. Antiguas iglesias ortodoxas en restauración conviven con moderna arquitectura y descascarados edificios. San Jorge mata al dragón en el centro de la ciudad. Madre Georgia sostiene un cuenco con vino para los amigos y empuña una espada contra los enemigos. Hasta aquí, una ciudad encantadora, una ciudad más.

Pero Tibilisi es diferente porque Georgia lo es. Si un georgiano está comiendo, va a querer compartirlo contigo. Y si levanta un poco la barbilla y se da un par de tiquiñazos debajo de la mandíbula, te está invitando a tomar algo. Ese algo será vino o chacha. Si estás tomando cerveza, te va a preguntar si no preferís algo más fuerte. Si estás sacando fotos, se va a ofrecer para que le tomes una. Y si no habla tu idioma, va a buscar a alguien que sí lo hable o va a intentar hacerse entender. Aquí, la hospitalidad es una tradición.

La primera noche en Tibilisi conocí a Giani, de Brasil; Tobi, de Alemania; y Mari, de Italia; tres grandes viajeros. A la mañana siguiente fuimos al mercado, cerca de la estación de trenes. El mismo se extiende sobre un puente que cruza las vías y una plataforma supongo que en desuso. Los vendedores, lejos de insistir en la venta, nos dieron a probar no solo su mercadería sino su propia comida. Higos negros, queso ahumado, pan con mortadela, chacha, todo fue a bodega. De donde son? Siempre una sonrisa, la mano extendida y a veces un abrazo cálido y respetuoso.

En el mercado probé el delicioso café georgiano, preparado a la turca, espeso y dulce. También probé la bebida cola que se vendía en los tiempos soviéticos, con un ligero sabor a limón. Las especialidades en pastelería son infinitas en variedad: dulces y saladas, rellenas con queso, carne, pasta de legumbres, hongos, hierbas, crema pastelera y diferentes dulces. Dicen que hay un pastel relleno de skushonka, el dulce de leche georgiano. Mari, que es italiana pero vivió en Buenos Aires, dió fe de que es verdadero dulce de leche. Aún no he podido comprobarlo.

Mis tres primeras noches en Georgia salí a cenar con el susodicho trío, que andaba recorriendo el Cáucaso en bicicleta. También se sumaron Pedro y Giovanni, de Portugal e Italia. La cuarta noche tuve que quedarme en cama porque mi aparato digestivo estaba pidiendo agua por señas. Primer traspié en más de dos meses de viaje, eso dice algo de lo que es la gastronomía georgiana: uno come más de lo que puede o debe. Tengo mucho más para decir al respecto pero lo dejaré para después. Solo voy a mencionar, como al pasar, las berenjenas asadas con salsa de nueces.

La mejor postal de la hospitalidad de la gente del Cáucaso fue la noche del viernes, tres días atrás. Estábamos cenando en un restaurante cuando un local se acerca a Giani y se presenta. Le dice que lo reconoció por una foto que un amigo en común había publicado en facebook. Saludos y presentaciones. El vino comienza a llegar desde la mesa de al lado. Luego, una invitación a otro restaurante. De allí, a un boliche en el cerro, con una increíbe vista de la ciudad. Y por último, a una discoteca gay ambience donde había fiesta para rato. Nuestros anfitriones hablaban inglés, alemán y uno de ellos hablaba español porque - una vez más - su hermana veía las telenovelas de Natalia Oreiro. Nos trataron como amigos, nos hicieron sentir como en casa.

lunes, 26 de agosto de 2013

La última frontera

Armamos un viaje en taxi entre varios a Davit Gareja. Estuve un poco haragana con la búsqueda de infromación - navegar en internet en el hostel es como nadar en el barro - por lo que me sumé al trip asumiendo que iba a estar bueno pero sin tener mucha idea de a donde íbamos.

Salimos de Tibilisi el 25 de agosto a eso de las once de la mañana. Gia, nuestro chofer, había sintonizado una radio que estaba pasando clásicos de todos los tiempos. En Montevideo, siete horas hacia el oeste, era La Noche de la Nostalgia. Me acordé de María Laura y su Reíte, pensé por dónde andarían mis amigos.

En el auto íbamos unas siete personas, entre ellos Pedro, un portugués con quien ya habíamos compartido una fiesta de la que aún no di reporte. Me subí en el lugar del acompañanate, el trono de la reina, desde donde todo se aprecia con comodidad. Gia me indicaba los sitios importantes en el camino, con palabras sueltas en inglés y complementos en ruso, de los que yo a su vez entendía palabras sueltas. La comunicación era perfecta, eficiente, humana.

Llegamos al monasterio y lo recorrimos en pocos minutos porque allí viven monjes y solo se puede acceder al patio central del mismo. Esto era? pensé. El chofer nos había dicho que teníamos entre dos y tres horas. En fin. Comenzamos a subir la montaña. A los pocos metros nos encontramos con un hombre que venía de bajada. Intercambiamos algunas palabras en ruso, todo muy básico. Nos indica el camino a seguir, muy empinado, resbaladizo y poblado de víboras. Yo veía otro camino hacia la izquierda, más plano y abierto. Niet, insiste el hombre. Ok, hacia arriba entonces. Comenzamos el ascenso y siento que me llama. Diébushka! me dice, y sigue una larga explicación donde entiendo las palabras frontera, Azerbaijan e izquierda. Spasiba.

Luego de ese primer empinado y resbaloso trayecto, llegamos a una baranda de metal que nos obliga a doblar a la izquierda. Les digo a mis compañeros polacos que andaban por allí cerca que, si no había entendido mal, ese pasamanos de hierro era la frontera con Azerbaijan. A lo lejos aparece Pedro. Especulamos sobre el asunto, ¿sería la frontera? Nos tomamos de la baranda y continuamos el ascenso, ahora menos pronunciado y más abierto. En un par de ocasiones y a causa de alguna vegetación que podía albergar víboras, nos vimos en la necesidad de cruzar al otro lado, con las consiguientes bromas al respecto, ya que ninguno de notrosos estaba en condiciones de entrar a Azerbaijan sin visa.

Llegando a la cima de la montaña nos encontramos con un destacamento militar, es decir, cinco soldados con sus metralletas. Amables, simpáticos, apostados delante de la baranda y de un inenarrable escenario que se abría ante nuestra vista. Del otro lado y abajo, un manto verde dibujado con ríos angostos, cañones y lagos, y detrás más montañas y detrás más lagos. Azerbaijan.

La baranda de hierro continuaba hacia la izquierda, bordeando el precipicio. A lo lejos se veía una iglesia. Se puede visitar? pregunto. Hay muchas iglesias, me dice uno de los soldados. Nos indican que el camino es un circuito y que debemos seguir adelante. Continuamos, con la boca abierta o mejor dicho la mandíbula por el piso. Con precaución, también, porque la baranda deja de ser tal para convertirse en postes de metal clavados en la tierra. No hay barrera de contención y la caída es muy pronunciada.

A pocos metros del puesto de control comenzamos a ver cuevas. Pequeñas y naturales pero a su vez esculpidas en la roca con intervención del hombre. Más adelante encontramos altares y luego frescos, que resultaron ser de los siglos X al XIII. Toda la montaña era un gran monasterio. Esos frescos - muchos de ellos conservan sus vivos colores - han sobrevivido entre siete y diez sigos y aún estan allí, testigos del paso del tiempo, del transcurrir de la vida humana, de conflictos político - religiosos, de desastres naturales, del vuelo de las águilas en torno a las cumbres y del enterno parpadear de los astros.

viernes, 23 de agosto de 2013

How to get Georgia from Eastern Turkey

Este post pretende ayudar en búsquedas como "from Kars to Georgia" o "how to get Georgia from Eastern Turkey", por lo que debería estar escrito en inglés, pero se que google translator hará un trabajo decente y mientras tanto estaré ayudando al menos a los viajeros hispanohablantes.

Desde Kars hay dos formas de llegar a Georgia: tomar un bus hacia Hopa, en el noreste de Turquía, cerca de la frontera con Georgia, y desde allí otro a Batumi; o recorrer el camino que anduve yo. Un dato a tener en cuenta es que Georgia en turco es Gürcistan.

A las diez de la mañana me subí a una van hacia Ardahan en la estación de autobuses de Kars (la que está cerca del centro, al final de la calle Halit Pasa). El pasaje cuesta 15 TL (unos 7-8 USD). En un vehículo de 13 asientos (incluyendo el del chofer) viajamos 16 personas. El viaje es de una hora y media. La ruta está terrible pero en reparación, quizás en un futuro tome menos tiempo llegar allá.

La información que tenía era que al mediodía salía un bus a Tibilisi. En la estación de buses de Ardahan pregunté a una pareja de turcos que hablaba un poco de inglés y de francés. Con su ayuda, pude comunicarme con el chofer, quien finalmente nos llevó a mí y a ellos a la otra estación de Ardahan, al final de la calle Kaptan Pasa, muy cerca del centro de la ciudad (*). Allí le dijeron a mis intérpretes que el bus a Georgia ya había pasado, que había que esperar al día siguiente y que solo iba hasta la ciudad de Ahiska, desde donde se podía seguir viaje en otro bus a Tibilisi.

Finalmente, compré mi ticket a Ahiska por 40 TL y me hospedé en el Hotel Kura, a 100 mts de la terminal (35 TL single room).

Me levanté muy temprano, el bus salía a las 7 am. Fui a la terminal, no había nadie. A las 7 y 10 el bus no había pasado y la oficina estaba cerrada. Pregunté en un almacén. A través de señas y palabras sueltas, entendí que el bus salía desde otra terminal, una tercera, que quedaba cerca de allí, tomando la calle del costado y caminando unos 500 metros, hasta el final de la misma. Afortunadamente - porque de otro modo lo hubiera perdido - el bus venía de otra ciudad y llegó con una hora de retraso.

El paisaje, una vez más, hizo el viaje absolutamente disfrutable. Es un entorno rural bastante poblado, con muchos cursos de agua, pequeños, de lechos pedregosos. La ganadería es la principal actividad y se ve mucha gente trabajando en el campo. Y las montañas son imponentes. De hecho, para llegar a Georgia hay que atravesarlas (gente que sufre de vértigo: traten de llegar por otro lado).

Un poco antes de la frontera paramos en una gomería y allí el chofer nos pidió los pasaportes. En el bus íbamos unos pocos pasajeros. Recorrimos un corto trayecto y llegamos al puesto fronterizo. No había mucha gente y el trámite fue muy rápido. Bienvenidos a Georgia!

La ciudad de Ahiska queda a unos pocos kilómetros. Ahiska es su nombre en turco, en georgiano es Akhaltsikhe. El bus llega hasta allí. Eran las 12.30 hora turca y tuve que adelantar una hora el reloj para ajustarme a la de Georgia. A las 2 pm salía una van (marshrutkas) para Tibilisi. El ticket cuesta 12 lari y en la terminal hay un lugar donde cambiar dinero.

El viaje es de dos horas y media o tres. Estaba muy cansada pero intenté no dormir, el paisaje es espectacular: la ruta bordea las montañas siguiendo el curso de un río no muy caudaloso, atravesado por puentes cada pocos metros. Atrás quedaron las mezquitas, ahora hay cruces por todos lados. Junto a mi, un muchacho se persigna una y otra vez. Las mujeres ya no está cubiertas. La arquitectura es muy diferente, las casas son de otros materiales y colores. Granjas, árboles frutales, vacas que se atraviesan en la ruta con total displicencia... y el camino ya es lo suficientemente peligroso sin ellas!

Tibilisi apareció de golpe, como a la vuelta de un recodo. Pero no voy a hablar de la ciudad aquí, hay tiempo para eso. Una vez en la terminal, para llegar al centro hay que tomar el metro en la estación que está allí mismo (hay un cartel indicador con una M). Es necesario comprar una tarjeta. El primer tramo es exterior, luego se vuelve subterráneo. El vagón se sacude como la montaña rusa de Montevideo: parece que va a descarrilar en cualquier momento. Cinco paradas después: Freedom Square, sobre la avenida Rustaveli.

(*) Por si a alguien le resulta de ayuda (imperscindible hablar turco), estos son los datos de la compañía que hace el trayecto: Özlem Ardahan / Otobüs Isletmesi / Belediye Garaji / Ardahan / Tel 0478 211 35 68 - 211 62 78.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Ani, la ciudad de las vacas


La ciudad de Ani fue capital del Reino de Armenia hace más de mil años. Tras sucesivas conquistas y saqueos por parte de turcos, georgianos y mongoles, fue destruida por un terremoto en el año 1319. Hoy, las ruinas de sus murallas, castillos e iglesias se encuentran esparcidas en un descampado a casi dos mil metros de altura, al borde del cañón que separa Turquía de Armenia. Las vacas que pastan en sus prados son sus únicas pobladoras y atraviesan a piacere las majestuosas puertas de la antigua fortaleza medieval.

Llegué a Ani desde Kars, como parte de un tour - esos que detesto comprar - porque no hay transporte público regular hacia el medio de la nada. El viaje tomó poco más de media hora. Un parador con restaurante e inmaculados baños y un kiosco con mesas a la sombra es toda la infraestructura con la que cuenta el lugar.

Ani no es Capadocia. Los antiguos frescos de sus iglesias no están bajo trabajos de conservación. Aquí no hay barreras de contención ni está prohibido tomar fotos. Los agentes erosivos hacen su trabajo las veinticuatro horas y los visitantes irresponsables que rayan los muros y dejan desperdicios por el camino, hacen el resto. Ani es una ciudad quasi abandonada por los defensores del patrimonio histórico y cultural. Por otro lado, ese mismo abandono es lo que la hace tan disfrutable.

Sobre el río que marca la actual frontera con Armenia, aún subsisten los pilares de un puente en ruinas - la via della seta, dice un italiano a mi lado -, triste metáfora de una frontera cerrada y una memoria aún doliente.

Para los turcos, los kurdos éramos los bárbaros de las montañas - me dice Halil, en Kars - y los armenios eran la población urbana, educada y rica. Mi padre habla la lengua kurda, yo ya no la hablo. Los kurdos también esperamos por el reconocimiento de nuestros derechos, entre ellos el idioma. Y el estado turco y la nación kurda tendrían que pedir perdón a los armenios. En esta tierra hay lugar para todos.

lunes, 19 de agosto de 2013

2000 kmts de viaje a Kars

Nuevamente Estambul, desde Varna. Esta vez estoy de paso. Gracias a Cengiz, mi anfitrión, abro los ojos a otra ciudad, lejos de los itinerarios turísticos. Estoy en Levante, el centro financiero y de negocios de Estambul. Los rascacielos crecen como hongos después de la lluvia. Amplias autopistas conectan los diferentes barrios. De Bayrampasa a Besiktas y de Levante al segundo puente, atravesamos la ciudad a gran velocidad, mientras en la radio descubro a Pilli Bebek y a un artista flamenco del que no recuerdo el nombre.

La casa de Cengiz, frente al cementerio, es un reducto de silencio en medio de tanto exceso: de cemento, de autos, de luminarias, de consumo. Surfeé su confortable sofá por una noche. Las gaviotas, los cuervos y los llamados a oración me despertaron varias veces. También mi temor a perder el bus a Ankara, que salía desde el lado asiático.

Embarco a las diez y media de la mañana del domingo. A mi lado, una chica estudia para un examen. A diferencia de la mayoría de las mujeres en el bus, no es musulmana. Le hablo en inglés y responde cordialmente. Una vez en la estación de buses de Ankara, vamos juntas a comprar los tickets del metro. La estación de trenes está a cuatro paradas de distancia. Me da las indicaciones pertinentes y le deseo buena suerte en su examen.

Salgo de la estación del metro. Me dirijo a una pareja que carga equipaje. Son mis nuevos amigos. No recuerdo ya sus nombres - tan difíciles de retener para mi oído y lengua - pero conservaré por siempre sus caras jóvenes, francas, dulces, abiertas a más no poder. Me ayudaron a comprar mi ticket a Kars y se quedaron conmigo hasta que partió el tren. Durante ese tiempo, intentaron convencerme de que eran solo amigos de la universidad. En fin, ya se darán cuenta, si se animan.

A las seis de la tarde salgo para Kars en el Dogu Express, el tren que atraviesa Turquía de oeste a este. Los asientos son cómodos, los baños decentes durante las primeras horas. Paramos cada pocos kilómetros, en estaciones de grandes ciudades o de minúsculos parajes. Familias musulmanas u hombres solos conforman el pasaje. Un muchacho recorre el tren con un carrito, ofreciendo agua, te, café y golosinas. Todo es nuevo pero nada es demasiado diferente al barco que recorre el Ucayali. Nosotros, los humanos, tan básicos en nuestras necesidades... si sólo pudiéramos verlo.

Me dirijo al vagón comedor, más en busca de compañía que de alimento - prefiero comer lo menos posible en los viajes largos - y la encuentro en torno a una de las mesas. La voz de Ruggero resalta sobre las demás en perfecto inglés con acento no identificado. Es italiano, pero turco, muy cosmopolita, divertido, desfachatado, un perfecto brasilero que nació por error en otro lugar del mundo. Su esposa por conveniencia, Rosa, es una lady exquisita vestida con ropas de mujer común. Judía sefaradí, políglota, cálida. Ambos contienen y esparcen el espíritu que debería gobernar el mundo: son absolutamente fraternos. Viajan con Todd, el sobrino de Rosa, hijo de turcos nacido en Los Ángeles. Mi travesía a Kars no hubiera sido lo mismo sin ellos.

Ruggero se encarga de destruir para siempre la imagen impoluta que Ataturk proyectaba sobre mí desde cada retrato o monumento. También pone luz sobre algunos aspectos de la Turquía contemporánea, la cuestión armenia y la presión ejercida sobre los medios de prensa. En tanto Rosa, traductora de profesión, me hace reír hasta las lágrimas con algunas historias sobre traducciones urgentes de telenovelas latinoamericanas. Rosa llevó al turco en los años ochenta Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.

Entre charla y sueño e incursiones al baño, el tren enlentece la marcha cuando bordea los profundos cañones, corta la montaña a través de largos túneles y recupera la velocidad a campo traviesa. Los niños saludan al pasar. Los niños, nosotros, saludamos al pasar.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Cabo Kaliakra

Lo más interesante de los viajes suele ser la gente en el camino. Pero, cada tanto, uno va a dar a un lugar como este.

Me levanté a las seis de la mañana. Desayuné, me bañé, preparé el bolso... y a las siete le golpeé la puerta a Miha, que a todas luces se había dormido. A las siete y media nos tomamos un bus a Kavarna y allí, otro a Bulgarevo, el pueblo más cercano a Cabo Kaliakra, a unos 70 kmts de Varna. En el camino, pasamos por la bella ciudad de Balchik, que quedará para mi próxima visita a Bulgaria, junto con Chudnite Mostove (The Wonderful Bridges) en los Montes Ródope, los siete lagos del Monte Rila y, obviamente, Koprivshtitsa.

Desde Bulgarevo, comenzamos a caminar por la ruta al cabo. Estaba bastante transitada y a los pocos minutos nos levantó un auto. Eran las diez de la mañana y el calor comenzaba a apretar. Nos bajamos en un cruce. Nuestro chofer iba camino a Bólata, una playa de la que tomamos nota para visitar al regreso del cabo. El paisaje es agreste. La presencia del hombre se delata en la ruta asfaltada y en el bosque de molinos de viento. Caminamos un kilómetro y llegamos al ojo de esa aguja de piedra que se mete en el mar, cortando el agua, como un rompehielo abriéndose paso.

Cabo Kaliakra es silencio. Ni siquiera el viento hace ruido. Abajo, las redes de los pescadores trabajan todo el día. Los delfines van tras su fruto, igual que en el Amazonas. Pescadores solitarios en pequeñas lanchas a motor y un barco de prefectura patrullando las aguas. Águilas planeando frente a los acantilados. Decenas de golondrinas jugando -¿o aprendiendo a volar?-. Lagartijas, insectos. Una antigua fortaleza y un músico interpretando una milonga en su acordeón, bajo el arco de entrada.

viernes, 9 de agosto de 2013

La otra Gálata

En este momento, en que volver a Estambul por razones de logística comienza a ser una opción, no se me ocurre mejor idea que ir a conocer el barrio - ciudad - satélite de Gálata*, del otro lado de la bahía de Varna, y su hermosísima playa, bajando el cerro.

Para llegar allí tuvimos que unir la información obtenida por Miha - mi compañero de apartamento - a través de su amigo búlgaro, con preguntas en esloveno y respuestas en búlgaro, un poco de buena voluntad y un toque de suerte.

Fuimos a la estación de buses que queda a pocas cuadras del apartamento. Frente a mi "Avtobus Galata tuk?", la señora que vende los tickets optó por responder "Ne" y cerrar la ventanilla. Cruzamos a la parada de ómnibus del otro lado de la avenida. Formulamos la misma pregunta a un hombre con la bolsa de los mandados y esta vez obtuvimos una extensa respuesta, de la que pudimos deducir que había otra estación de buses en el centro, desde la cual tomar el 17 a Gálata. En eso aparece un ómnibus y el mismo señor nos indica que ese nos lleva a la otra "avtogara".

La tal "avtogara" eran un par de refugios donde nadie sabía si allí paraba el 17... hasta que lo vimos pasar y dar la vuelta en redondo en la esquina. Nos tiramos en medio de los coches para alcanzarlo en la parada de enfrente. "Moyete kayite Galata tsenter?", dice Miha, algo así como que nos avise cuando estemos en el centro de Gálata, no se si en búlgaro, en esloveno o en el idioma de los Balcanes, esa mezcla que todos hablan, a pesar de que cada uno reivindica su lengua (de todos modos, debo suponer que el búlgaro es bastante diferente del esloveno, ya que Miha no lo entiende, como sí lo entienden los Serbios o los Macedonios, por ejemplo).

Tomamos las vías de salida de la ciudad y cruzamos el puente que une ambos lados de la bahía. El puerto de Varna, como puerto, es muy pequeño, y el canal que lo une con el resto de la bahía es bastante angosto. Pero el puente es imponente, realmente alto, ya que la otra cabecera está apoyada en un cerro, desde donde se puede ver la ciudad de Varna en toda su extensión, las playas del centro, San Constantín y Santa Elena y aún más allá.

Nos bajamos en el centro de Gálata y nos entendimos en perfecto búlgaro con una señora sentada a la sombra. Claro, más allá del idioma está aquello de las distancias, algo que a todos nos pasa aún en nuestra lengua materna. Sí, entendimos bien que eran doscientos metros hasta llegar al lugar donde tomar a la izquierda, pero no eran doscientos, eran quinientos, seiscientos, muchos más! Y a partir de allí, una infinita escalera de bloques de piedra, rodeada de pinos, tan alta como el cerro, como el puente, con aroma a bosque, con sonido de chicharras y, conforme descendíamos, de cascadas ocultas entre los árboles y de minúsculas olas rompiendo contra las piedras, allá abajo, en la orilla.


* El Puente Gálata y la Torre del mismo nombre son íconos de la bella Estambul.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Impresiones sobre el Mar Negro

El Mar Negro es verde como el culo de una botella. Ese verde medio oscuro, entre esmeralda y pasto - y acá me acuerdo de Virginia, mi amiga de la infancia, en Piriápolis, el día que nos dijo que se iba a poner una pollera color verde pasto - y está lleno de algas. Todo esto visto desde Varna, donde el agua es un poco más turbia; y desde San Constantín y Santa Elena, un balneario a seis kilómetros de la ciudad, donde es mucho más cristalina pero mantiene esa característica, es decir, ese verdor.

Hoy de mañana me tomé el 409 destino Marek, la parada donde me esperaba Rumi, la dueña del apartamento en el que vivo. Caminamos hacia la costa. Nuestra primera parada fue un chorro de aguas termales. Detrás del caño celeste de treinta centímetros de diámetro hacían cola una media docena de personas. Otros tantos estaban recostados en la arena, entre las rocas, remojando sus asentaderas en las aguas curativas. El minuto que me tomé para disfrutar del potente chorro termal fue glorioso.

De allí seguimos hasta la paya. Llena de gente, muchas familias, muchos niños. El agua era un plato. Entré de a pasitos pero sin esa sensación de frío que usualmente siento en nuestras playas. Tuve que sortear algunas rocas antes de poner los pies en el fondo. El mar no había llegado a taparme por completo cuando alcancé el banco de arena. Caminé hacia atrás y elegí un lugar lo suficientemente hondo para estar cubierta hasta el pecho, sin rocas en el fondo y con pocas algas alrededor. Ideal. Allí me quedé, mutando, un buen rato. Voy a salir, está fría - dijo Rumi. Y todo es cuestión de percepciones, porque para mí la temperatura era perfecta.

Pasando a temas más triviales, está aquello de las modas en indumentaria para la playa. Los hombres usan unos trajes de baño a lo brasilero (zunga), de colores y estampados, algunos muy cavados, incluso puedo afirmar que he visto hombres usando tanga, es decir, algo que deja ver gran parte de las nalgas. Las mujeres búlgaras, a cuya elegancia ya hice mención, no lo son menos en la playa. Y conforme avanzan los años y la piel se agrieta y el músculo pierde tono, no dejan de usar biquini... y muchas de ellas usan solo el biquini. Además, se cambian en la playa, no diré a la vista de todos pero con poco disimulo, detrás de alguna remera o dando la espalda al vecino más próximo.

Lo que no he visto son vendedores: de refrescos, de helados, de artesanías... ni en Varna ni es San Constantín y Santa Elena. En cambio, me crucé, a última hora, antes de la caída del sol, con dos buscadores de tesoros que, detector de metales en mano, escaneaban la arena y, cada tanto, sacaban algo y se lo metían en el bolsillo.

sábado, 3 de agosto de 2013

Todos los caminos conducen a Varna


Varna era el punto de partida, el lugar desde donde dejar Bulgaria. Pero también Ruse pudo serlo. Varna pudo no ser nada y, de repente, Varna es mi hogar. Dibujé muchas rutas de salida. Algunas atravesaban la frontera con Rumania, otras volvían a Turquía, otras cruzaban el Mar Negro. La enfermedad de Olivia me llevó a elegir un lugar donde parar.

Llegué el lunes por la tarde desde Cherven. Carol tenía que llevar a reparar su Lada a Ruse. Me ofrecí a manejarlo. Ella adelante en su Chevrolet y yo atrás en el viejo choche ruso, salimos del hueco en la montaña donde el pueblo duerme su larga siesta. Cruzamos los campos de girasoles y llegamos a la gran ciudad del norte, también llamada “La Pequeña Viena”, con sus edificios de estilos neoclásico y barroco y sus cruceros por el Danubio. Mi ómnibus salía a las cuatro de la tarde.

La ruta hacia Varna es un largo tobogán asfaltado, de suave pero continua pendiente, que desemboca casi en el Mar Negro. La terminal de ómnibus se encuentra en las espaldas de la ciudad. Aún hay que llegar al centro y atravesar las peatonales repletas de veraneantes para poder alcanzar la costa, tender la toalla al sol y poner los pies en las aguas mansas de este mar misterioso, en cuyo fondo no hay vida.

La primera noche en la ciudad, salí en busca de la rambla, costa o malecón. Me dejé guiar por el río de gente, toda esa gente que no encontré en Sofia, Plovdiv o Veliko Tarnovo. La mayoría de los veraneantes son búlgaros, aunque también vienen muchos ucranianos y rusos. De todos modos, Varna es una ciudad universitaria con casi medio millón de habitantes permanentes y los principales centros de vacaciones están a pocos kilómetros de aquí, en lugares como Golden Sands o Valchik.

Desde la semipenumbra del bar en la playa, pude ver la silueta de los cerros a ambos lados de la costa. Las pequeñas olas rompían en la orilla, una tras otra. Una brisa fresca mitigaba el calor acumulado durante los días en el interior de Bulgaria. Sentí una emoción muy intensa, me pareció natural estar allí, pero extraño al mismo tiempo. Familiar aunque ajeno. Y en la quietud de la noche, el Mar Negro parecía no tener fin.

Dediqué los dos primeros días a buscar apartamento. Al día siguiente de mi llegada visité un pequeño estudio en la costa, la segunda planta de una casa en pleno centro de Varna y un apartamento de dos dormitorios en un barrio no muy lejos de allí. Aunque era mucho espacio para mi sola y más de lo que quería pagar, me decidí por este último con la esperanza de encontrar alguien con quien compartirlo. Y así fue.

Nos mudamos el último día de julio. Limpiamos un poco la casa e hicimos las primeras compras. Fuimos al bar de enfrente a tomar algo, con el único propósito de conseguir la clave de la conexión wifi. Desde las habitaciones que dan a la calle podemos conectarnos a internet y, aunque la señal es baja, las noticias que cuentan de la recuperación de Olivia cruzan el Océano Atlántico, entran por el Estrecho de Gibraltar, atraviesan el Mar Mediterráneo, los Dardanelos, el Mar de Mármara y el Bósforo, surfean la costa oeste del Mar Negro y llegan a mi ventana sobre el Bulevar Slivnitsa sin ninguna dificultad.