lunes, 19 de agosto de 2013

2000 kmts de viaje a Kars

Nuevamente Estambul, desde Varna. Esta vez estoy de paso. Gracias a Cengiz, mi anfitrión, abro los ojos a otra ciudad, lejos de los itinerarios turísticos. Estoy en Levante, el centro financiero y de negocios de Estambul. Los rascacielos crecen como hongos después de la lluvia. Amplias autopistas conectan los diferentes barrios. De Bayrampasa a Besiktas y de Levante al segundo puente, atravesamos la ciudad a gran velocidad, mientras en la radio descubro a Pilli Bebek y a un artista flamenco del que no recuerdo el nombre.

La casa de Cengiz, frente al cementerio, es un reducto de silencio en medio de tanto exceso: de cemento, de autos, de luminarias, de consumo. Surfeé su confortable sofá por una noche. Las gaviotas, los cuervos y los llamados a oración me despertaron varias veces. También mi temor a perder el bus a Ankara, que salía desde el lado asiático.

Embarco a las diez y media de la mañana del domingo. A mi lado, una chica estudia para un examen. A diferencia de la mayoría de las mujeres en el bus, no es musulmana. Le hablo en inglés y responde cordialmente. Una vez en la estación de buses de Ankara, vamos juntas a comprar los tickets del metro. La estación de trenes está a cuatro paradas de distancia. Me da las indicaciones pertinentes y le deseo buena suerte en su examen.

Salgo de la estación del metro. Me dirijo a una pareja que carga equipaje. Son mis nuevos amigos. No recuerdo ya sus nombres - tan difíciles de retener para mi oído y lengua - pero conservaré por siempre sus caras jóvenes, francas, dulces, abiertas a más no poder. Me ayudaron a comprar mi ticket a Kars y se quedaron conmigo hasta que partió el tren. Durante ese tiempo, intentaron convencerme de que eran solo amigos de la universidad. En fin, ya se darán cuenta, si se animan.

A las seis de la tarde salgo para Kars en el Dogu Express, el tren que atraviesa Turquía de oeste a este. Los asientos son cómodos, los baños decentes durante las primeras horas. Paramos cada pocos kilómetros, en estaciones de grandes ciudades o de minúsculos parajes. Familias musulmanas u hombres solos conforman el pasaje. Un muchacho recorre el tren con un carrito, ofreciendo agua, te, café y golosinas. Todo es nuevo pero nada es demasiado diferente al barco que recorre el Ucayali. Nosotros, los humanos, tan básicos en nuestras necesidades... si sólo pudiéramos verlo.

Me dirijo al vagón comedor, más en busca de compañía que de alimento - prefiero comer lo menos posible en los viajes largos - y la encuentro en torno a una de las mesas. La voz de Ruggero resalta sobre las demás en perfecto inglés con acento no identificado. Es italiano, pero turco, muy cosmopolita, divertido, desfachatado, un perfecto brasilero que nació por error en otro lugar del mundo. Su esposa por conveniencia, Rosa, es una lady exquisita vestida con ropas de mujer común. Judía sefaradí, políglota, cálida. Ambos contienen y esparcen el espíritu que debería gobernar el mundo: son absolutamente fraternos. Viajan con Todd, el sobrino de Rosa, hijo de turcos nacido en Los Ángeles. Mi travesía a Kars no hubiera sido lo mismo sin ellos.

Ruggero se encarga de destruir para siempre la imagen impoluta que Ataturk proyectaba sobre mí desde cada retrato o monumento. También pone luz sobre algunos aspectos de la Turquía contemporánea, la cuestión armenia y la presión ejercida sobre los medios de prensa. En tanto Rosa, traductora de profesión, me hace reír hasta las lágrimas con algunas historias sobre traducciones urgentes de telenovelas latinoamericanas. Rosa llevó al turco en los años ochenta Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.

Entre charla y sueño e incursiones al baño, el tren enlentece la marcha cuando bordea los profundos cañones, corta la montaña a través de largos túneles y recupera la velocidad a campo traviesa. Los niños saludan al pasar. Los niños, nosotros, saludamos al pasar.

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