lunes, 26 de agosto de 2013

La última frontera

Armamos un viaje en taxi entre varios a Davit Gareja. Estuve un poco haragana con la búsqueda de infromación - navegar en internet en el hostel es como nadar en el barro - por lo que me sumé al trip asumiendo que iba a estar bueno pero sin tener mucha idea de a donde íbamos.

Salimos de Tibilisi el 25 de agosto a eso de las once de la mañana. Gia, nuestro chofer, había sintonizado una radio que estaba pasando clásicos de todos los tiempos. En Montevideo, siete horas hacia el oeste, era La Noche de la Nostalgia. Me acordé de María Laura y su Reíte, pensé por dónde andarían mis amigos.

En el auto íbamos unas siete personas, entre ellos Pedro, un portugués con quien ya habíamos compartido una fiesta de la que aún no di reporte. Me subí en el lugar del acompañanate, el trono de la reina, desde donde todo se aprecia con comodidad. Gia me indicaba los sitios importantes en el camino, con palabras sueltas en inglés y complementos en ruso, de los que yo a su vez entendía palabras sueltas. La comunicación era perfecta, eficiente, humana.

Llegamos al monasterio y lo recorrimos en pocos minutos porque allí viven monjes y solo se puede acceder al patio central del mismo. Esto era? pensé. El chofer nos había dicho que teníamos entre dos y tres horas. En fin. Comenzamos a subir la montaña. A los pocos metros nos encontramos con un hombre que venía de bajada. Intercambiamos algunas palabras en ruso, todo muy básico. Nos indica el camino a seguir, muy empinado, resbaladizo y poblado de víboras. Yo veía otro camino hacia la izquierda, más plano y abierto. Niet, insiste el hombre. Ok, hacia arriba entonces. Comenzamos el ascenso y siento que me llama. Diébushka! me dice, y sigue una larga explicación donde entiendo las palabras frontera, Azerbaijan e izquierda. Spasiba.

Luego de ese primer empinado y resbaloso trayecto, llegamos a una baranda de metal que nos obliga a doblar a la izquierda. Les digo a mis compañeros polacos que andaban por allí cerca que, si no había entendido mal, ese pasamanos de hierro era la frontera con Azerbaijan. A lo lejos aparece Pedro. Especulamos sobre el asunto, ¿sería la frontera? Nos tomamos de la baranda y continuamos el ascenso, ahora menos pronunciado y más abierto. En un par de ocasiones y a causa de alguna vegetación que podía albergar víboras, nos vimos en la necesidad de cruzar al otro lado, con las consiguientes bromas al respecto, ya que ninguno de notrosos estaba en condiciones de entrar a Azerbaijan sin visa.

Llegando a la cima de la montaña nos encontramos con un destacamento militar, es decir, cinco soldados con sus metralletas. Amables, simpáticos, apostados delante de la baranda y de un inenarrable escenario que se abría ante nuestra vista. Del otro lado y abajo, un manto verde dibujado con ríos angostos, cañones y lagos, y detrás más montañas y detrás más lagos. Azerbaijan.

La baranda de hierro continuaba hacia la izquierda, bordeando el precipicio. A lo lejos se veía una iglesia. Se puede visitar? pregunto. Hay muchas iglesias, me dice uno de los soldados. Nos indican que el camino es un circuito y que debemos seguir adelante. Continuamos, con la boca abierta o mejor dicho la mandíbula por el piso. Con precaución, también, porque la baranda deja de ser tal para convertirse en postes de metal clavados en la tierra. No hay barrera de contención y la caída es muy pronunciada.

A pocos metros del puesto de control comenzamos a ver cuevas. Pequeñas y naturales pero a su vez esculpidas en la roca con intervención del hombre. Más adelante encontramos altares y luego frescos, que resultaron ser de los siglos X al XIII. Toda la montaña era un gran monasterio. Esos frescos - muchos de ellos conservan sus vivos colores - han sobrevivido entre siete y diez sigos y aún estan allí, testigos del paso del tiempo, del transcurrir de la vida humana, de conflictos político - religiosos, de desastres naturales, del vuelo de las águilas en torno a las cumbres y del enterno parpadear de los astros.

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