El Mar Negro es verde como el culo de una botella. Ese verde medio oscuro, entre esmeralda y pasto - y acá me acuerdo de Virginia, mi amiga de la infancia, en Piriápolis, el día que nos dijo que se iba a poner una pollera color verde pasto - y está lleno de algas. Todo esto visto desde Varna, donde el agua es un poco más turbia; y desde San Constantín y Santa Elena, un balneario a seis kilómetros de la ciudad, donde es mucho más cristalina pero mantiene esa característica, es decir, ese verdor.
Hoy de mañana me tomé el 409 destino Marek, la parada donde me esperaba Rumi, la dueña del apartamento en el que vivo. Caminamos hacia la costa. Nuestra primera parada fue un chorro de aguas termales. Detrás del caño celeste de treinta centímetros de diámetro hacían cola una media docena de personas. Otros tantos estaban recostados en la arena, entre las rocas, remojando sus asentaderas en las aguas curativas. El minuto que me tomé para disfrutar del potente chorro termal fue glorioso.
De allí seguimos hasta la paya. Llena de gente, muchas familias, muchos niños. El agua era un plato. Entré de a pasitos pero sin esa sensación de frío que usualmente siento en nuestras playas. Tuve que sortear algunas rocas antes de poner los pies en el fondo. El mar no había llegado a taparme por completo cuando alcancé el banco de arena. Caminé hacia atrás y elegí un lugar lo suficientemente hondo para estar cubierta hasta el pecho, sin rocas en el fondo y con pocas algas alrededor. Ideal. Allí me quedé, mutando, un buen rato. Voy a salir, está fría - dijo Rumi. Y todo es cuestión de percepciones, porque para mí la temperatura era perfecta.
Pasando a temas más triviales, está aquello de las modas en indumentaria para la playa. Los hombres usan unos trajes de baño a lo brasilero (zunga), de colores y estampados, algunos muy cavados, incluso puedo afirmar que he visto hombres usando tanga, es decir, algo que deja ver gran parte de las nalgas. Las mujeres búlgaras, a cuya elegancia ya hice mención, no lo son menos en la playa. Y conforme avanzan los años y la piel se agrieta y el músculo pierde tono, no dejan de usar biquini... y muchas de ellas usan solo el biquini. Además, se cambian en la playa, no diré a la vista de todos pero con poco disimulo, detrás de alguna remera o dando la espalda al vecino más próximo.
Lo que no he visto son vendedores: de refrescos, de helados, de artesanías... ni en Varna ni es San Constantín y Santa Elena. En cambio, me crucé, a última hora, antes de la caída del sol, con dos buscadores de tesoros que, detector de metales en mano, escaneaban la arena y, cada tanto, sacaban algo y se lo metían en el bolsillo.
Hoy de mañana me tomé el 409 destino Marek, la parada donde me esperaba Rumi, la dueña del apartamento en el que vivo. Caminamos hacia la costa. Nuestra primera parada fue un chorro de aguas termales. Detrás del caño celeste de treinta centímetros de diámetro hacían cola una media docena de personas. Otros tantos estaban recostados en la arena, entre las rocas, remojando sus asentaderas en las aguas curativas. El minuto que me tomé para disfrutar del potente chorro termal fue glorioso.
De allí seguimos hasta la paya. Llena de gente, muchas familias, muchos niños. El agua era un plato. Entré de a pasitos pero sin esa sensación de frío que usualmente siento en nuestras playas. Tuve que sortear algunas rocas antes de poner los pies en el fondo. El mar no había llegado a taparme por completo cuando alcancé el banco de arena. Caminé hacia atrás y elegí un lugar lo suficientemente hondo para estar cubierta hasta el pecho, sin rocas en el fondo y con pocas algas alrededor. Ideal. Allí me quedé, mutando, un buen rato. Voy a salir, está fría - dijo Rumi. Y todo es cuestión de percepciones, porque para mí la temperatura era perfecta.
Pasando a temas más triviales, está aquello de las modas en indumentaria para la playa. Los hombres usan unos trajes de baño a lo brasilero (zunga), de colores y estampados, algunos muy cavados, incluso puedo afirmar que he visto hombres usando tanga, es decir, algo que deja ver gran parte de las nalgas. Las mujeres búlgaras, a cuya elegancia ya hice mención, no lo son menos en la playa. Y conforme avanzan los años y la piel se agrieta y el músculo pierde tono, no dejan de usar biquini... y muchas de ellas usan solo el biquini. Además, se cambian en la playa, no diré a la vista de todos pero con poco disimulo, detrás de alguna remera o dando la espalda al vecino más próximo.
Lo que no he visto son vendedores: de refrescos, de helados, de artesanías... ni en Varna ni es San Constantín y Santa Elena. En cambio, me crucé, a última hora, antes de la caída del sol, con dos buscadores de tesoros que, detector de metales en mano, escaneaban la arena y, cada tanto, sacaban algo y se lo metían en el bolsillo.
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