miércoles, 18 de septiembre de 2013

Cupé

Cuando viajé de Ankara a Kars en el Dogu Express, no me animé a hacerlo en una cabina, por aquello de con quién me iba a tocar compartir el espacio, generalmente muy reducido. Eso que todos queremos decimos que queremos al viajar: conocer gente, en mi caso muchas veces ha funcionado como un acicate a mis miedos. Es fácil estar predispuesto a conocer gente si uno disfruta de la seguridad que en apariencia brinda un compañero, un amigo. Además, quién se anima a afirmar que el "conocer gente" está libre de todo prejuicio?

Cuando fui a la estación de trenes de Tbilisi a comprar mi pasaje, la chica del otro lado de la ventanilla me ofreció una cabina para dos, una para cuatro y una para muchos, dijo, con diferentes precios. Y asientos comunes? pregunté. El tren nocturno solo tiene cabinas, respondió. Me decidí por un intermedio de cuatro, evitando así viajar con "mucha gente desconocida" o con "un extraño". No me siento orgullosa de mis elecciones, pero sí de ser consciente de ellas y de sus motivaciones, para al menos intentar liberarme de mis prejuicios y temores, algún día.

Por la noche, llegué a la estación con tiempo suficiente para buscar y encontrar mi tren, al menos eso creí. El primero no era. Me mandaron cruzar un pasaje subterráneo. El segundo tampoco. Me indicaron que cruzara un puente. Bístro! me dijo el guardia. Mi ruso básico siempre me tira un cable: comencé a correr. Con todo, llegué bien a mi vagón e inmediatamente me encontré con una chica que hablaba inglés, quien me dio las básicas y me ofreció ayuda a nuestra llegada a Yerevan.

Finalmente, mis compañeras de cabina eran tres armenias encantadoras. Siguiendo sus indicaciones, coloqué el colchón sobre la litera me tocó una de las de arriba. El encargado del vagón me dio sábanas, funda para la almohada y un lienzo multiuso. Puse mi cartera en un estante y mis championes en el lugar donde se guardan los colchones. Mantuvimos una breve pero divertida conversación, haciendo uso de un muy reducido vocabulario en ruso y del universal lenguaje de señas.

El encargado me trajo los papeles para la visa, ya que yo misma le había dicho que venía de Uruguay, frente a la habitual pregunta Otkuda ti? Le expliqué que mi pasaporte era italiano y que no necesitaba visa. Gracias a Giani, el brasilero que conocí en Tbilisi también con doble nacionalidad, mi respuesta habitual se reduce a "madre uruguaya", "padre italiano". Santo remedio.

El viaje duró nueve horas y fue muy cómodo. Hubiera dormido de un tirón de no ser por los necesarios trámites de aduana, aunque debo reconocer que estos no admiten la menor queja, ya que se hacen dentro del tren sin salir siquiera de la cabina. Los funcionarios a cargo en Georgia, recolectan los pasaportes y los devuelven sellados con la salida del país. Al llegar a Armenia, otro funcionario recorre los vagones con un pequeño escaner y un sello, vuelve a solicitar los pasaportes y los devuelve con un estampado de la silueta del Monte Ararat y de una locomotora, de las viejas, con chimenea y todo.

Armenia tiene cerradas sus fronteras con Turquía y Azerbaiján, por lo que las posibilidades de ingreso por tierra se reducen a Georgia e Irán y, teniendo en cuenta los exigentes requisitos de visado para cruzar la frontera con Irán, me pregunto que tanto tráfico hay en ese paso. Supongo entonces que la inmensa mayoría de los viajeros que llegan a Armenia, lo hacen a través de sus dos aeropuertos internacionales.

Una vez más, otro lenguaje y otro alfabeto. Acabo de conocer a Steven, norteamericano con ascendencia armenia que llegó hasta aquí para aprender la lengua de sus ancestros. Se me vienen a la mente algunos nombres: Aharonián, Arakelián, Markarián, Ananikián, Kechichián, Aprahamián, Rupenián y tantos otros, todos parte de la extendida e incontable diáspora armenia en el Uruguay y en el mundo.

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