Zugdidi, la capital de la región de Samegrelo, suele ser un lugar de paso. La gente lo usa como base para ir o volver de Svaneti, o para llegar hasta Abkhazia. Como venía de un intenso periplo, los dos días de lluvia y viento me
sirvieron de excusa para parar un poco. Además, tanto Marika como su esposo Henry y su amiga Lali, hicieron honor a la famosa hospitalidad georgiana y transformaron mi fugaz pasaje en una estadía de casi una semana.
Samegrelo es hogar de los mingrelianos, quienes hablan su propia lengua, diferente de la georgiana. La historia de este pueblo se hunde en la antigüedad, cuando esta tierra era conocida como la Colchis. Como casi todos saben, Jasón y sus Argonautas vinieron a la Colchis en busca del velloncino de oro. Este preciado tesoro, lejos de ser un objeto imaginario o fantástico, guarda correspondencia con la tradicional forma de recoger el oro del lecho de los ríos en el Cáucaso, utilizando una piel de cordero.
Marika es una anfitriona dedicada y orgullosa de su tierra. El día que llegué, como al descuido, puso sobre la mesa un libro de tapas duras con hermosísimas fotos de Samegrelo, y una colección de videos de danzas típicas en el plasma. Rápidamente me convenció de visitar las fortalezas, monasterios, aguas termales y cañones que pueden encontrarse en un radio de no más de sesenta kilómetros. Gracias a sus indicaciones también visité Anaklia, la playa más cercana a Zugdidi. Me advirtió que era un lugar un poco extraño y debo confesar que tenía razón, aunque el Mar Negro se las ingenia para revelarse hermoso, a pesar de los esfuerzos humanos por disfrazar su belleza con toda clase de extravagancias. Marika también hizo posible que nos invitaran a una boda, la más grande de las Supras, pero eso lo contaré después.
Lali, por su parte, me preparó una pantagruélica cena de tres platos, que no pude terminar. Me dijo que yo lucía como una mingreliana, aserto que pude comprobar cuando dos chicas me hablaron en georgiano en la calle... y cuando supe que algunos de los invitados al casamiento pensaron que la extranjera era Marika y no yo.
Lali es original de Abkhazia. Estando en Zugdidi, recordé las historias que me contara el Ruso - con toda la intensidad y el amor por su tierra que transmitía en sus relatos - sobre las bellezas de su ciudad de origen y de cómo los armenios, desplazados de su patria, poblaron Novi Afon en el suroeste de Abkhazia. Para Lali, Abkhazia es un dolor que aún persiste: su familia y tantos otros miles de georgianos se vieron desplazados de sus hogares durante la guerra del 92-93. Abkhazia es muy bella, me dijo, pero pasaron veinte años y no he podido volver a mi casa en Sukhumi.
En Zugdidi visité la casa de un amigo de Marika y Henry que tiene un vivero gigantesco, una colección de muebles antiguos dignos del palacio de los Dadiani - lores de Samegrelo - y un piano en restauración. Fui a la peluquería, me compré un libro de historia y le saqué a mis championes los dos kilos de barro que habían juntado en las montañas. Intenté hablar en francés y en italiano, conocí gente de Bulgaria, Holanda, Bélgica, Polonia, Eslovaquia y Estados Unidos y jugué al dominó con el pequeño Shota, el hijo de Marika. Me congelé los pies cruzando el río que corre en el fondo del cañón de Martvili, caminé a la sombra de un roble descomunal en la fortaleza de Nokalakevi, vi las montañas desde lejos - mientras Irakli esquivaba chanchos y patos en la ruta - y estuve en una Supra. Definitivamente, Zugdidi no es un lugar de paso.
Samegrelo es hogar de los mingrelianos, quienes hablan su propia lengua, diferente de la georgiana. La historia de este pueblo se hunde en la antigüedad, cuando esta tierra era conocida como la Colchis. Como casi todos saben, Jasón y sus Argonautas vinieron a la Colchis en busca del velloncino de oro. Este preciado tesoro, lejos de ser un objeto imaginario o fantástico, guarda correspondencia con la tradicional forma de recoger el oro del lecho de los ríos en el Cáucaso, utilizando una piel de cordero.
Marika es una anfitriona dedicada y orgullosa de su tierra. El día que llegué, como al descuido, puso sobre la mesa un libro de tapas duras con hermosísimas fotos de Samegrelo, y una colección de videos de danzas típicas en el plasma. Rápidamente me convenció de visitar las fortalezas, monasterios, aguas termales y cañones que pueden encontrarse en un radio de no más de sesenta kilómetros. Gracias a sus indicaciones también visité Anaklia, la playa más cercana a Zugdidi. Me advirtió que era un lugar un poco extraño y debo confesar que tenía razón, aunque el Mar Negro se las ingenia para revelarse hermoso, a pesar de los esfuerzos humanos por disfrazar su belleza con toda clase de extravagancias. Marika también hizo posible que nos invitaran a una boda, la más grande de las Supras, pero eso lo contaré después.
Lali, por su parte, me preparó una pantagruélica cena de tres platos, que no pude terminar. Me dijo que yo lucía como una mingreliana, aserto que pude comprobar cuando dos chicas me hablaron en georgiano en la calle... y cuando supe que algunos de los invitados al casamiento pensaron que la extranjera era Marika y no yo.
Lali es original de Abkhazia. Estando en Zugdidi, recordé las historias que me contara el Ruso - con toda la intensidad y el amor por su tierra que transmitía en sus relatos - sobre las bellezas de su ciudad de origen y de cómo los armenios, desplazados de su patria, poblaron Novi Afon en el suroeste de Abkhazia. Para Lali, Abkhazia es un dolor que aún persiste: su familia y tantos otros miles de georgianos se vieron desplazados de sus hogares durante la guerra del 92-93. Abkhazia es muy bella, me dijo, pero pasaron veinte años y no he podido volver a mi casa en Sukhumi.
En Zugdidi visité la casa de un amigo de Marika y Henry que tiene un vivero gigantesco, una colección de muebles antiguos dignos del palacio de los Dadiani - lores de Samegrelo - y un piano en restauración. Fui a la peluquería, me compré un libro de historia y le saqué a mis championes los dos kilos de barro que habían juntado en las montañas. Intenté hablar en francés y en italiano, conocí gente de Bulgaria, Holanda, Bélgica, Polonia, Eslovaquia y Estados Unidos y jugué al dominó con el pequeño Shota, el hijo de Marika. Me congelé los pies cruzando el río que corre en el fondo del cañón de Martvili, caminé a la sombra de un roble descomunal en la fortaleza de Nokalakevi, vi las montañas desde lejos - mientras Irakli esquivaba chanchos y patos en la ruta - y estuve en una Supra. Definitivamente, Zugdidi no es un lugar de paso.
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