Nuestro chofer nos pasa a buscar puntualmente. Es un hombre de pocas palabras. Los asientos de su Lada tienen un tapizado parecido al de los sillones de Marieta. Son suaves, mullidos y multicolores. Voitek y David se suben en el de atrás y yo en el del acompañante. Nos dirigimos a Zorats Karer.
La noche anterior habíamos dado un paseo por Goris junto a unos niños que se habían ofrecido de guías. La ciudad está enclavada en medio de pintorescas formaciones, similares a las de Capadocia: los recovecos en las rocas son usados como establos y depósitos; y en el cementerio las imágenes de los difuntos están labradas en los sepulcros. La roca es moldeada y se moldea con el pueblo.
Zorats Karer es, según algunos, un antiguo observatorio astronómico y, según otros, un conjunto de tumbas. Para unos neófitos como nosotros, un lugar maravilloso, una planicie alta entre montañas donde el viento sopla con intensidad, un círculo de piedras con una mística especial, una excusa para filosofar un rato y una oportunidad para hacer una pausa. Estamos solos, con excepción del chico de la tienda de souvenirs que tiene la radio del auto con un electropop al mango.
A media mañana seguimos camino a Tatev, uno de los monasterios más visitados de Armenia. El acceso es por aerocarril: son 5700 metros sobre tupidos bosques a ambos lados de un profundo cañón. Me impresiona un poco por lo extenso, pero confío. El complejo Alas de Tatev —moderno, limpio, elegante— ha sido financiado por uno de los tantos armenios ricos que integran la diáspora e invierten en su patria de origen. De las veinticuatro personas que subimos al aerocarril, la mayoría son armenios residentes en Los Ángeles, muchos de ellos en Armenia por primera vez.
Fundado en el siglo IX y localizado al borde de un cañón, la sabiduría popular dice que el nombre está relacionado con jóvenes mujeres que saltaban desde ese lugar para evitar ser capturadas por los turcos. Ta Tev en armenio significa Dios, dame alas. La historia, sin saber si es cierta, me estremece. Muchas de las habitaciones de piedra del complejo dan al vacío. Debajo, solo rocas y árboles multicolores.
De vuelta en nuestro Lada, ponemos rumbo sur hacia Kapán, la capital de Syunik, por un camino entre montañas boscosas: bosques que antes sólo había visto en películas, con el suelo tapizado de hojas y claros entre los troncos. Un bosque encantado cualquiera. De a ratos el auto se mete en túneles formados por las copas de los árboles. Voitek va en silencio. David duerme.
Llegamos a Kapán a media tarde. El chofer nos deja en la puerta del hotel, un edificio alto frente a la plaza. La ciudad es de tipo industrial, con bloques de apartamentos en diferentes tonos de marrón rojizo, igual que en Yerevan y en la mayoría de los pueblos que cruzamos. Un río baja de la montaña y sobre él los vecinos han construido sus propios puentes para llegar a sus casas, apoyadas en la ladera. Caminamos calle arriba hasta llegar a un lago artificial con lanchas de fibra de vidrio, como las del Parque Rodó. Junto al lago, una ceremonia oficial tiene lugar al pie de un monumento. El sol baja rápido tras las montañas, la hora de la cena se confunde con la de un almuerzo tardío.
La noche anterior habíamos dado un paseo por Goris junto a unos niños que se habían ofrecido de guías. La ciudad está enclavada en medio de pintorescas formaciones, similares a las de Capadocia: los recovecos en las rocas son usados como establos y depósitos; y en el cementerio las imágenes de los difuntos están labradas en los sepulcros. La roca es moldeada y se moldea con el pueblo.
Zorats Karer es, según algunos, un antiguo observatorio astronómico y, según otros, un conjunto de tumbas. Para unos neófitos como nosotros, un lugar maravilloso, una planicie alta entre montañas donde el viento sopla con intensidad, un círculo de piedras con una mística especial, una excusa para filosofar un rato y una oportunidad para hacer una pausa. Estamos solos, con excepción del chico de la tienda de souvenirs que tiene la radio del auto con un electropop al mango.
A media mañana seguimos camino a Tatev, uno de los monasterios más visitados de Armenia. El acceso es por aerocarril: son 5700 metros sobre tupidos bosques a ambos lados de un profundo cañón. Me impresiona un poco por lo extenso, pero confío. El complejo Alas de Tatev —moderno, limpio, elegante— ha sido financiado por uno de los tantos armenios ricos que integran la diáspora e invierten en su patria de origen. De las veinticuatro personas que subimos al aerocarril, la mayoría son armenios residentes en Los Ángeles, muchos de ellos en Armenia por primera vez.
Fundado en el siglo IX y localizado al borde de un cañón, la sabiduría popular dice que el nombre está relacionado con jóvenes mujeres que saltaban desde ese lugar para evitar ser capturadas por los turcos. Ta Tev en armenio significa Dios, dame alas. La historia, sin saber si es cierta, me estremece. Muchas de las habitaciones de piedra del complejo dan al vacío. Debajo, solo rocas y árboles multicolores.
De vuelta en nuestro Lada, ponemos rumbo sur hacia Kapán, la capital de Syunik, por un camino entre montañas boscosas: bosques que antes sólo había visto en películas, con el suelo tapizado de hojas y claros entre los troncos. Un bosque encantado cualquiera. De a ratos el auto se mete en túneles formados por las copas de los árboles. Voitek va en silencio. David duerme.
Llegamos a Kapán a media tarde. El chofer nos deja en la puerta del hotel, un edificio alto frente a la plaza. La ciudad es de tipo industrial, con bloques de apartamentos en diferentes tonos de marrón rojizo, igual que en Yerevan y en la mayoría de los pueblos que cruzamos. Un río baja de la montaña y sobre él los vecinos han construido sus propios puentes para llegar a sus casas, apoyadas en la ladera. Caminamos calle arriba hasta llegar a un lago artificial con lanchas de fibra de vidrio, como las del Parque Rodó. Junto al lago, una ceremonia oficial tiene lugar al pie de un monumento. El sol baja rápido tras las montañas, la hora de la cena se confunde con la de un almuerzo tardío.
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