martes, 1 de octubre de 2013

Syunik, la tierra vacía

David va camino a Irán y Voitek y yo no hacemos más que envidiarlo. Ambos hemos conocido iraníes que nos han animado a visitar su tierra. Manejamos la idea de solicitar una visa de tránsito en la frontera, aunque todos sabemos que no cumplimos con los requisitos necesarios: el principal de ellos, un pasaje desde Irán hacia un tercer país en los próximos cinco días.

Con un cartel en la mano que dice Meghri en inglés y en armenio, nos dirigimos hacia la salida de Kapán. Nos para un auto. Los dos hombres ofrecen llevarnos gratis hasta la siguiente ciudad, luego nos piden 1500 drams, a continuación ofrecen llevarnos hasta Meghri por 7000 drams y finalmente terminamos pagando 8000 por ir directo a la frontera. No es un mal precio, el camino es largo y sinuoso.

Para nuestra sorpresa, la ruta está en muy buenas condiciones. De a ratos Voitek siente impresión, por no decir miedo, frente a las abruptas y profundas pendientes. Tanto David como yo hemos recorrido los angostos caminos de tierra para llegar a Machu Picchu donde más de una vez uno se siente con las ruedas en el aire por lo que nos damos el lujo de tomarle el pelo. A pesar del constante tránsito de camiones iraníes y de las cerradas curvas, disfrutamos de los 100 kilómetros de paisaje verde-boscoso primero, marrón-rocoso más hacia el sur, salpicado de blanco en las cumbres hacia el oeste.

Nuestro chofer y su amigo no son muy amables, no entablan conversación a esta altura el idioma no es un problema y uno de ellos discute por celular todo el tiempo. Broma va, broma viene, cuando los militares nos paran en el medio de la nada para tomarnos los documentos, David y Voitek sienten que estamos seguros. Siempre es mejor que nuestros nombres consten en algún lado, dicen. Es que de Kapán a Meghri no hay nada. No hay pueblos, ni gente, ni mucho menos tránsito turístico autos, excursiones, hitchhickers, tan solo una mina de oro, un conjunto de viviendas para los trabajadores y los camiones iraníes que vienen y van. Estamos parados en la ruta, el destacamento está compuesto por unos diez soldados armenios. Se toman su tiempo para revisar nuestros documentos y tomar nota. Hablan entre ellos. David y Voitek estiran las piernas, se ríen. Las mías tiemblan, solo quiero seguir viaje.

Llegamos a Meghri, el auto atraviesa lo que parece ser el centro de la ciudad y toma una calle que desemboca en una ruta bordeada por un alto alambrado. Nuestro chofer señala las montañas a la izquierda, a unos 300 metros, del otro lado de los alambres de púa. Irán. Como por arte de magia, los árboles desaparecen. Del otro lado de la frontera el horizonte es una gráfica, un electrocardiograma de piedra rojiza. Y miro hacia el fondo y el dibujo se repite, difuminado por el intenso resplandor del sol. No hay una sola nube en el cielo.

Entramos a la oficina. David insiste en que hagamos la prueba. Yo insisto en que no tenemos la más mínima chance. No obstante, paso mi mochila por el detector. Saludamos con un gesto al oficial, cruzamos la puerta. Del otro lado, solo queda estampar la salida de Armenia. Voitek me ayuda a resolver la situación. No querés ir, no lo hacemos. Nos despedimos de David. Vamos tras nuestros pasos. La puerta está trancada. El oficial nos abre con cara de ¿qué pasa? Decidimos quedarnos en Armenia.

Ya fuera del edificio, comenzamos a caminar en dirección a Meghri. Tres días atravesando Armenia, descubriendo esta magnífica tierra. Estamos solos. Recuerdo la pregunta que me hice al llegar, acerca de qué tanto tráfico habría en la frontera con Irán. En tres meses he cruzado varias fronteras terrestres, ninguna como esta. Aridez, soledad, silencio. Sopla un aire tibio, aire al fin.

Un taxista nos para y nos advierte de no sacar fotos. Los rusos, nos dice. Entre medio de la aduana armenia y la iraní hay un destacamento ruso que aún custodia los bordes del antiguo imperio. Guardamos nuestras cámaras y nos subimos al taxi. Todavía nos queda descubrir Meghri.

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