lunes, 7 de octubre de 2013

Yerevan

Desde Yerevan, en viajes de poco más de una hora se puede llegar a dos de los más emblemáticos centros religiosos de Armenia: la Catedral de Etchmiadzin y el Monasterio de Geghard. Junto con la travesía al sur, fueron mis únicas salidas de la ciudad, pero es hora de partir ─tengo un vuelo dentro de tres días─ y aún no escribí nada sobre ella. Quiero hacerle justicia con las palabras adecuadas.

Yerevan es la gente en la calle el Día de la Independencia que celebramos con Voitek, Evelina y Jack. Yerevan son los bares en Cascada ─esas escalinatas adornadas con excéntricas esculturas─ donde fuimos tantas veces a tomar cerveza Kilikia con Steven, Voitek y Artur. Son los restaurantes que recorrimos con Jordi y Alberto buscando diferentes sopas y ensaladas sin cilantro, y los clubes de salsa donde perdimos y encontramos a Alex, el astrofísico alemán danzarín y con acento castizo.

Yerevan es la ciudad sin Ciudad Vieja, de amplias y arboladas avenidas de trazado uniforme. Los edificios se parecen unos a otros. Anchos, altos, prismáticos y de ladrillos color rojizo, rosado y marrón, albergan tanto un ministerio como un hotel, un centro de estudios o un conjunto de viviendas.

Yerevan es también la vista del Monte Ararat desde el Memorial al Genocidio Armenio.

Yerevan es la amabilidad de su gente, las mujeres maquilladas y con tacones altos, los hombres con pantalón de vestir y zapatos en punta, los semáforos indicando el tiempo restante para cruzar la calle, los Lada y los Mercedes Benz, las luces verdes alumbrando los árboles por la noche, los callejones que van a dar al medio de la manzana, los manuscritos antiguos del Matenadaran y la muy sexy plaza Uruguay.

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