lunes, 21 de octubre de 2013

Albania

El porteño se iba para Albania con Carlos, un mexicano que había llegado al hostel. ¿Y tu no vienes?─ me dice. Por haber hecho trampa ─cuando escribí el post anterior ya tenía decidido volver a Skopje─ terminé en Albania, el único país de los Balcanes al que estaba segura que no iba a viajar.

Jonathan es el típico porteño: es un apasionado del fútbol, habla en lunfardo todo el día y piensa que Uruguay es una provincia argentina. Pero no solo compartimos el idioma sino otros códigos: él se puede reír con Tiranos Temblad y yo con Capusotto. Carlos es un mexicano que emigró hace dieciocho años. Está radicado en Afganistán, donde trabaja para una ONG. Es muy tranquilo y buena onda. Y entre huevón y boludo, ahí vamos.

Salimos de Ohrid por la ruta que bordea el lago hasta el Monasterio de San Nahum. Desde allí nos dirigimos a la frontera, hasta ahora la única en la que me revisan el equipaje. Paramos en la primera ciudad albanesa a cambiar dinero y ubicarnos en el mapa. Vamos camino a Lin.

Lin es un pueblito que está justo enfrente de Ohrid, en la margen opuesta del lago. Nos metemos con el auto por sus callejones y nos damos de lleno con el idioma albanés al pedir permiso para estacionar el auto o preguntar hasta donde llega la calle. Algunos hablan además algo de italiano, otros macedonio. Desde la vía principal caminamos por un angosto pasaje que desemboca en el agua. Detrás de las casas hay pequeños muelles y botes amarrados. Algunas personas reman hacia el centro, otros pescan. Lin es aún más tranquilo que Ohrid, más pequeño, más básico. Hay un par de guesthouses y ningún restaurante donde comer. Carlos y Jonathan juegan un picadito con unos chicos. La doña con su pañuelo en la cabeza, medias y chancletas pone cara de disgusto porque quiere pasar. En un rato ya no hay más para hacer, aunque Lin es uno de esos lugares en los que uno se podría quedar indefinidamente.

Jonathan está empecinado en visitar las termas de Llixha, lugar que no figura en la Lonely Planet y del que sólo tenemos noticias por una chica taiwanesa que pasó por allí. Queda no muy lejos de Elbasan y hacia allí nos dirigimos. La ciudad no impresiona pero a poco de recorrerla van apareciendo lugares interesantes, rincones, detalles. La noche cae muy rápido luego de las cinco de la tarde. Es viernes y la peatonal está llena de gente.

Por la mañana nos dirigimos hacia las termas, aún sin saber exactamente a dónde vamos y con qué nos vamos a encontrar. Paramos en una esquina y pedimos indicaciones a un veterano. De repente son tres hablando entre ellos y dibujando garabatos en albanés, italiano y macedonio. Con esas referencias logramos salir de la ciudad y encontrar el cartel indicador: Llixha, 10 km. Nos perdemos en un cruce pero a cambio descubrimos la zona rural de Elbasan. La gente acostumbra colgar de las fachadas muñecos de peluche o macacos vestidos ─al estilo del Judas─ para ahuyentar las malas ondas. El camino a Llixha está lleno de ahorcados.

Llixha no es un pueblo sino una zona de hoteles con aguas termales. No puedo hablar de todos ellos porque solo visitamos uno: el lugar tiene aspecto de colonia de vacaciones frecuentado por gente de la tercera edad. El agua mana de la montaña a más de setenta grados y llega a las bañeras a unos cuarenta y cinco. Los baños no pueden exceder los diez minutos por los gases que despiden las aguas. Los compartimientos son individuales y la losa de las bañeras está percudida por los minerales.

Mientras Jonathan descansa en una camilla luego de su baño, Carlos y yo conversamos con un albanés que habla italiano. Estamos sentados en un bar frente al edificio principal. En el parque, cuatro veteranos conversan al sol. Otros juegan dominó. Dos mujeres tejen bajo una sombrilla de paja. A lo lejos, junto a un hilo de agua que baja del cerro, una mujer se coloca barro sobre las piernas.

Carlos tiene pocos días para recorrer los Balcanes, el tiempo apremia. Seguimos hacia Tirana, todavía nos queda un trecho. Cadenas montañosas y verdes bosques. Los autos transitan por la nueva autopista que corta drásticamente el paisaje y se dirige en línea recta hacia la capital. Somos los únicos viajeros surfeando la cresta de la montaña.

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