Tengo que decir que ni a Voitek ni a mí nos causa un gran disgusto no viajar a Irán. Paramos en un pequeño restaurante y ordenamos un pollito de los de verdad, cien por ciento orgánico, con ensalada de tomates, pepinos, cebollas y cilantro ─todo tiene gusto a cilantro en Armenia, estoy empezando a odiarlo─ y unas jarras de cerveza.
Pagamos una cifra sideral por el almuerzo ─por no preguntar antes─ y salimos en busca de la casa de Marieta Azatyan, la dueña del B&B de Meghri, que resulta estar camino arriba, en la colina. Nos recibe con té, higos y apricots en compota. Las habitaciones están en el segundo piso. Toda la planta tiene una galería alrededor, con ventanales que dan al jardín y a las montañas peladas y rojas.
Salimos a recorrer el pueblo y unos metros más abajo nos encontramos con unos chicos junto a un camión ruinoso. Son Loris y Bahe. Les preguntamos cómo llegar a la iglesia abandonada y se ofrecen a llevarnos.
La tal iglesia ─que vimos desde la ruta cuando íbamos camino a la frontera─ había sido destruida por un terremoto. No obstante, la gente siguió utilizándola: el altar está lleno de fotos, velas y fósforos. Bahe nos cuenta ─si es que entendemos bien─ que desde esa iglesia se accede a un pasaje subterráneo utilizado para huir de los turcos.
A partir de allí, Bahe y Loris nos guían a través del pueblo, un verdadero Jardín del Edén. Más tarde sabríamos por Erik, el hijo de Marieta, que las condiciones climáticas de Meghri son excepcionalmente buenas para el cultivo de todo tipo de frutas: apricots, higos, granadas, manzanas, uvas, peras, bananas, kiwis... Bahe nos lleva entre quintas y frutales dándonos a probar de cada árbol y diciendonos sus nombres en armenio y ruso. Probamos por primera vez el karaliok, una fruta de color naranja rojizo, muy dulce, del tamaño de un durazno, con la piel lisa como la de una manzana y con la consistencia de una pera.
El sol cae muy rápido y comienza a hacer frío. Los chicos nos proponen seguir un poco más. Subimos entre casas, huertos y jardines hasta acercarnos a la cima de la colina. Salimos a un promontorio pelado con una vista de 360 grados de las montañas, algunas aún rojas en sus cumbres. Trepamos agarrados de un caño de agua, el terreno no esta firme. Antes de agarrarme de unas piedras pregunto a Bahe si hay víboras. Primero afirma que no, luego dice que unas pocas. Me olvido de las piedras. Nos ayudamos entre todos para no derrapar. Unos metros más arriba encontramos un cubículo de lata. Es la casa del hermano de mi amigo, la usa para jugar a las cartas y tomar alcohol, dice Bahe. El club de Tobi, pienso yo.
La noche termina en un bar con algunas cervezas y en lo de Marieta compartiendo vodka casera con Erik. Del bar a la casa caminamos en completa oscuridad bajo la Vía Láctea. Hablamos de las galaxias viajando a velocidades que están fuera de nuestros humanos parámetros y de la ciencia y la espiritualidad llegando a las mismas conclusiones sobre la naturaleza del universo.
Al otro día por la mañana nos dirigimos a la parada de la marshrutka. Nueve horas de viaje a Yerevan. Teníamos dos asientos reservados desde la tarde anterior pero nos toca viajar en dos banquitos de madera en el pasillo de la van. De vuelta a la terrena realidad, elegimos pagar el precio con estoicismo y buen humor. Cruzamos Syunik una vez más y nos despedimos de cada uno de los ahora familiares paisajes de esta tierra ignota, encantada, vacía y pródiga.
Pagamos una cifra sideral por el almuerzo ─por no preguntar antes─ y salimos en busca de la casa de Marieta Azatyan, la dueña del B&B de Meghri, que resulta estar camino arriba, en la colina. Nos recibe con té, higos y apricots en compota. Las habitaciones están en el segundo piso. Toda la planta tiene una galería alrededor, con ventanales que dan al jardín y a las montañas peladas y rojas.
Salimos a recorrer el pueblo y unos metros más abajo nos encontramos con unos chicos junto a un camión ruinoso. Son Loris y Bahe. Les preguntamos cómo llegar a la iglesia abandonada y se ofrecen a llevarnos.
La tal iglesia ─que vimos desde la ruta cuando íbamos camino a la frontera─ había sido destruida por un terremoto. No obstante, la gente siguió utilizándola: el altar está lleno de fotos, velas y fósforos. Bahe nos cuenta ─si es que entendemos bien─ que desde esa iglesia se accede a un pasaje subterráneo utilizado para huir de los turcos.
A partir de allí, Bahe y Loris nos guían a través del pueblo, un verdadero Jardín del Edén. Más tarde sabríamos por Erik, el hijo de Marieta, que las condiciones climáticas de Meghri son excepcionalmente buenas para el cultivo de todo tipo de frutas: apricots, higos, granadas, manzanas, uvas, peras, bananas, kiwis... Bahe nos lleva entre quintas y frutales dándonos a probar de cada árbol y diciendonos sus nombres en armenio y ruso. Probamos por primera vez el karaliok, una fruta de color naranja rojizo, muy dulce, del tamaño de un durazno, con la piel lisa como la de una manzana y con la consistencia de una pera.
El sol cae muy rápido y comienza a hacer frío. Los chicos nos proponen seguir un poco más. Subimos entre casas, huertos y jardines hasta acercarnos a la cima de la colina. Salimos a un promontorio pelado con una vista de 360 grados de las montañas, algunas aún rojas en sus cumbres. Trepamos agarrados de un caño de agua, el terreno no esta firme. Antes de agarrarme de unas piedras pregunto a Bahe si hay víboras. Primero afirma que no, luego dice que unas pocas. Me olvido de las piedras. Nos ayudamos entre todos para no derrapar. Unos metros más arriba encontramos un cubículo de lata. Es la casa del hermano de mi amigo, la usa para jugar a las cartas y tomar alcohol, dice Bahe. El club de Tobi, pienso yo.
La noche termina en un bar con algunas cervezas y en lo de Marieta compartiendo vodka casera con Erik. Del bar a la casa caminamos en completa oscuridad bajo la Vía Láctea. Hablamos de las galaxias viajando a velocidades que están fuera de nuestros humanos parámetros y de la ciencia y la espiritualidad llegando a las mismas conclusiones sobre la naturaleza del universo.
Al otro día por la mañana nos dirigimos a la parada de la marshrutka. Nueve horas de viaje a Yerevan. Teníamos dos asientos reservados desde la tarde anterior pero nos toca viajar en dos banquitos de madera en el pasillo de la van. De vuelta a la terrena realidad, elegimos pagar el precio con estoicismo y buen humor. Cruzamos Syunik una vez más y nos despedimos de cada uno de los ahora familiares paisajes de esta tierra ignota, encantada, vacía y pródiga.
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