Vine a Europa con la idea ─entre otras─ de esperar y quizás pasar aquí el invierno. Un desafío un poco excéntrico, teniendo en cuenta que lo detesto. Y el otoño apenas empezó, pero esta última semana en Yerevan el termómetro se desplomó y puso a prueba mi equipaje, peparado para resistir temperaturas de hasta diez grados.
Hoy al mediodía me tomé la marshrutka de Yerevan a Tibilisi. En el camino pude ver el famoso monumento al alfabeto armenio; antiguas ciudades industriales con sus interminables hileras de edificios; algunos pueblos con casas de techos azules, recostados en las montañas peladas del norte; y la primera nieve. La carretera cruzaba el plateau y, a ambos lados, no muy lejos, los picos brillaban bajo el sol de la tarde y la nieve se derramaba por entre los surcos de la montaña, como la espuma del café con leche, llegando hasta casi el borde de la ruta.
Hoy al mediodía me tomé la marshrutka de Yerevan a Tibilisi. En el camino pude ver el famoso monumento al alfabeto armenio; antiguas ciudades industriales con sus interminables hileras de edificios; algunos pueblos con casas de techos azules, recostados en las montañas peladas del norte; y la primera nieve. La carretera cruzaba el plateau y, a ambos lados, no muy lejos, los picos brillaban bajo el sol de la tarde y la nieve se derramaba por entre los surcos de la montaña, como la espuma del café con leche, llegando hasta casi el borde de la ruta.
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