domingo, 2 de noviembre de 2014
viernes, 10 de octubre de 2014
Contrastes
Antes, en el Cairo, había salido a recorrer el centro en busca de te de hibisco para Serrana y un cordero de peluche para Sara. Las calles estaban vacías y los comercios cerrados, a excepción de las carnicerías. Frente a ellas, los carneros vivos aguardaban su turno, mientras manos entrenadas quitaban el cuero y las visceras a los que ya habían sido sacrificados. En vísperas de La Fiesta, los hombres de la ciudad se dedicaban a esos menesteres. Charcos de sangre en las veredas, cabezas ya peladas y patas amontonadas a un costado. No pude tomar fotos.
miércoles, 1 de octubre de 2014
De regreso a oktubre
Llegó octubre y sí, es una obviedad, iba a llegar de cualquier modo. El almanaque es una mentira recurrente, el tiempo no existe pero en este plano nos persigue sin piedad. Lo interesante de este octubre es que me alcanza en el Cairo. Si el anterior había sido el dejá vu de un sueño casi abandonado, éste es la claudicación ante toda referencia. La revolución está en todos lados, la más íntima, la de los sentidos, los afectos, las proximidades, los abrazos. Todas las torres se cayeron en un sueño de algunas noches atrás y, en medio del derrumbe, se colaban los bocinazos de la siempre inquieta plaza Tala'at Harb.
La aventura cairota está llegando a su fin. Al principio no sabía cómo acomodar el cuerpo en las calles de esta ciudad, ahora no me quiero ir. Sumergirse en la experiencia egipcia contemporánea es desafiante y fascinante, demanda interés e intención, paciencia y respeto, tolerancia y aceptación. Superados ─mejor digo, integrados─ los mil y un obstáculos cotidianos, la máscara se resquebraja y permite descubrir a un pueblo hospitalario y generoso que está de pie, despierto, frente una encrucijada de caminos.
La aventura cairota está llegando a su fin. Al principio no sabía cómo acomodar el cuerpo en las calles de esta ciudad, ahora no me quiero ir. Sumergirse en la experiencia egipcia contemporánea es desafiante y fascinante, demanda interés e intención, paciencia y respeto, tolerancia y aceptación. Superados ─mejor digo, integrados─ los mil y un obstáculos cotidianos, la máscara se resquebraja y permite descubrir a un pueblo hospitalario y generoso que está de pie, despierto, frente una encrucijada de caminos.
domingo, 28 de septiembre de 2014
Mimos
Ayer tuve la oportunidad de participar de un evento organizado por Saffaa y Ahmed. Ambos integran, dirigen y producen la Compañía de Mimo Esmo Eh?, que significa cómo se llama? El festival lleva el nombre 100 Thousand Mimes for Change ─por 100 Thousand Poets For Change, evento a escala global del que han formado parte─ y este fin de semana se realizaron dos presentaciones en el espacio público.
La primera fue en un lugar en la calle, en el barrio llamado Shubra, donde termina la línea 2 del metro. Por un malentendido con Safaa y su amiga Dina, quien era la encargada de ir a buscarme a la estación, no pude llegar. Ese día había cambiado la hora en Egipto y ambas fuimos al lugar de encuentro con una hora de diferencia. Es muy difícil meterse en los barrios de El Cairo sin conocerlos, simplemente porque cada barrio es una ciudad en sí misma con sus laberínticas calles no señalizadas. Volví para atrás.
La segunda fue en la estación de metro Opera, entre las ventanillas de venta de tickets y las escaleras mecánicas. Llegué temprano y me encontré con Safaa, Ahmed, Dina, Tigre ─a quien ya había conocido antes─ y el resto del equipo. Sabía por Safaa de lo difícil de conseguir autorización para realizar actividades en el espacio público. No obstante, el personal de la estación parecía colaborar y el público, al ver aparecer a los mimos, se acercó y participó con entusiasmo de las tres performances que tuvieron lugar. Un éxito!
Finalizado todo, me invitaron a ir para Giza. ─Hay un espectáculo en las pirámides. Tomamos el metro allí mismo, hasta la estación de Giza. Dejamos algunos petates en el estudio de Esmo Eh? y comimos en un restaurante el muy típico koshari ─fideos, arroz, lentejas, garbanzos, cebolla frita y salsa de tomates─. Giza es un barrio populoso, extenso, ajetreado, tan activo por la noche como durante el día. Me gustó su aspecto, iluminado y adornado con guías de luces y guirnaldas que atravesaban las calles angostas.
Tomamos un microbus local, una combi completamente abollada y sin puerta lateral. Hicimos un trayecto corto por los callejones del barrio hasta una gran avenida. Allí tomamos un taxi hasta el final de la calle. El tránsito estaba muy congestionado. Safaa y yo íbamos juntas en el asiento delantero, detrás iban Ahmed y dos amigos más, uno de ellos llamado Mohamed, que era quien iba a conseguir que entráramos al evento, aún cuando la hora de ingreso ya había pasado. Nos bajamos al final de la avenida, desde donde ya podían verse las pirámides y los potentes focos de luz moviéndose en torno a ellas. Tomamos otro microbus hasta la plaza de los camellos en la que había estado dos semanas atrás.
Finalmente, no pudimos ingresar. Había llegado un ministro y estaba prohibido el acceso de más personas por razones de seguridad. Una desilusión para todos ellos, más por mí que por su propio interés. Sin embargo me habían dado la oportunidad de disfrutar del día juntos, asistir al evento de 100TMC, cruzar la ciudad en cuatro vehículos diferentes, conocer Giza de noche y aún quedaba el regreso, que me dio una perspectiva distinta de El Cairo. Volví con Mohamed al centro en un microbus que tomó una vía rápida a gran altura. Las luces de la ciudad quedaron por debajo. Desde el microbus, solo se veían los edificios amarillos y marrones, ahora en sombras. Las pocas paradas en el trayecto estaban casi a oscuras. Los autos circulaban a gran velocidad, atravesando la distancia y la noche de una ciudad de ciencia ficción, sin luz, sin árboles, sin escala humana.
En algún momento el chofer bajó de la vía rápida y se metió en un barrio que se me hizo familiar. Pudo ser Dokki o Mohandesin. Aparecieron como de la nada los miles de cairotas, los gritos, las bocinas, las tiendas. Enseguida reconocí la cercanía del Nilo, luego Zamalek y el puente 15 de Mayo. Nos bajamos en la avenida Ramses, en el barrio Bulaq, donde una semana atrás había estallado una bomba. Mohamed iba para su trabajo en el canal de televisión estatal. Le aseguré que sabía muy bien donde estábamos y comencé a caminar, rumbo al centro, en medio del familiar bullicio.
La primera fue en un lugar en la calle, en el barrio llamado Shubra, donde termina la línea 2 del metro. Por un malentendido con Safaa y su amiga Dina, quien era la encargada de ir a buscarme a la estación, no pude llegar. Ese día había cambiado la hora en Egipto y ambas fuimos al lugar de encuentro con una hora de diferencia. Es muy difícil meterse en los barrios de El Cairo sin conocerlos, simplemente porque cada barrio es una ciudad en sí misma con sus laberínticas calles no señalizadas. Volví para atrás.
La segunda fue en la estación de metro Opera, entre las ventanillas de venta de tickets y las escaleras mecánicas. Llegué temprano y me encontré con Safaa, Ahmed, Dina, Tigre ─a quien ya había conocido antes─ y el resto del equipo. Sabía por Safaa de lo difícil de conseguir autorización para realizar actividades en el espacio público. No obstante, el personal de la estación parecía colaborar y el público, al ver aparecer a los mimos, se acercó y participó con entusiasmo de las tres performances que tuvieron lugar. Un éxito!
Finalizado todo, me invitaron a ir para Giza. ─Hay un espectáculo en las pirámides. Tomamos el metro allí mismo, hasta la estación de Giza. Dejamos algunos petates en el estudio de Esmo Eh? y comimos en un restaurante el muy típico koshari ─fideos, arroz, lentejas, garbanzos, cebolla frita y salsa de tomates─. Giza es un barrio populoso, extenso, ajetreado, tan activo por la noche como durante el día. Me gustó su aspecto, iluminado y adornado con guías de luces y guirnaldas que atravesaban las calles angostas.
Tomamos un microbus local, una combi completamente abollada y sin puerta lateral. Hicimos un trayecto corto por los callejones del barrio hasta una gran avenida. Allí tomamos un taxi hasta el final de la calle. El tránsito estaba muy congestionado. Safaa y yo íbamos juntas en el asiento delantero, detrás iban Ahmed y dos amigos más, uno de ellos llamado Mohamed, que era quien iba a conseguir que entráramos al evento, aún cuando la hora de ingreso ya había pasado. Nos bajamos al final de la avenida, desde donde ya podían verse las pirámides y los potentes focos de luz moviéndose en torno a ellas. Tomamos otro microbus hasta la plaza de los camellos en la que había estado dos semanas atrás.
Finalmente, no pudimos ingresar. Había llegado un ministro y estaba prohibido el acceso de más personas por razones de seguridad. Una desilusión para todos ellos, más por mí que por su propio interés. Sin embargo me habían dado la oportunidad de disfrutar del día juntos, asistir al evento de 100TMC, cruzar la ciudad en cuatro vehículos diferentes, conocer Giza de noche y aún quedaba el regreso, que me dio una perspectiva distinta de El Cairo. Volví con Mohamed al centro en un microbus que tomó una vía rápida a gran altura. Las luces de la ciudad quedaron por debajo. Desde el microbus, solo se veían los edificios amarillos y marrones, ahora en sombras. Las pocas paradas en el trayecto estaban casi a oscuras. Los autos circulaban a gran velocidad, atravesando la distancia y la noche de una ciudad de ciencia ficción, sin luz, sin árboles, sin escala humana.
En algún momento el chofer bajó de la vía rápida y se metió en un barrio que se me hizo familiar. Pudo ser Dokki o Mohandesin. Aparecieron como de la nada los miles de cairotas, los gritos, las bocinas, las tiendas. Enseguida reconocí la cercanía del Nilo, luego Zamalek y el puente 15 de Mayo. Nos bajamos en la avenida Ramses, en el barrio Bulaq, donde una semana atrás había estallado una bomba. Mohamed iba para su trabajo en el canal de televisión estatal. Le aseguré que sabía muy bien donde estábamos y comencé a caminar, rumbo al centro, en medio del familiar bullicio.
viernes, 26 de septiembre de 2014
Vida cotidiana
Volví al Barrio Copto porque me habían quedado pendientes algunos lugares: la cripta donde la Sagrada Familia pasó sus días y sus noches en tiempos de Herodes; la Sinagoga de Ben Ezra, cercana al lugar donde la tradición cuenta que Moisés fue rescatado de las aguas del Nilo; y la mezquita de Amr ibn al-As, la primera construida en África, erigida en el año 641, cuando los árabes conquistaron estas tierras. Todo en el espacio que ocupan cuatro o cinco manzanas. También visité Zamalek, una de las islas en el Nilo, con sus parques y su Opera House. Crucé a pie el puente Al Gala, el custodiado por cuatro leones. Las barcazas van y vienen y de noche se iluminan de colores.
En Alejandría, acompañada por Abdelsameea y con la guía de su amigo historiador Mohamed, visité el Museo Nacional. Allí pude ver la representación de una tumba con todos sus elementos. Quedé admirada del delicado trabajo de los sarcófagos y de cómo estos han sobrevivido al tiempo para dar testimonio de los deseos y preocupaciones humanos de hace 5000 años. Como en una matrushka, caja dentro de caja, las inscripciones de cada sarcófago narran la vida de la persona que fue. El más pequeño da cobijo a la momia.
Abdelsameea es director de teatro. Caminando por las calles de su ciudad, fundada por el gran Alejandro, me cuenta, como al pasar, que su trabajo final de carrera en la Facultad de Artes lo realizó con la obra Hijo del rigor, de Alvaro Ahunchain, que encontró traducida al árabe. Conexiones improbable, lazos invisibles. Asisto a una clase de teatro para jovenes y a un ensayo de una obra. Visito con él dos centros culturales y unos cuantos cafés. La nueva Biblioteca de Alejandría se nos escapa, está cerrada los fines de semana. La isla de Faros ya no existe pero la bahía alberga un tesoro arqueológico. Y en algún lugar de esta tierra legendaria fueron sepultados los restos de Alejandro Magno. Viene a mi memoria el hombre a caballo que se alza sobre un monolito gigante en la plaza principal de Skopje, en Macedonia, donde estuve un año atrás.
Aún no fui al Museo Egipcio, a pesar de que paso por allí dos veces al día porque está en mi ruta a Mohandesin. Sí visité el Cairo Islámico por la noche, acompañada por Mohamed ─uno de los docentes del curso en el CCDC─, Astrid y Bassant. También conocí el City Garden, bonito barrio residencial que está cerca del centro.Volví a Giza pero no a las pirámides sino al estudio de la Compañía de Mimo Esmo Eh?, de la dulcísima Safaa y su compañero Ahmed. Fui en metro, pagué 2 libras egipcias, contra las 160 del taxi de la primera vez. Visité el barrio, el que transcurre día a día con su ritmo siempre vertiginoso, con sus calles atestadas de gente, motos y autos, a veces carros y algunos animales. Lo que los musulmanes llaman La Fiesta se aproxima y en los barrios como Giza pueden verse corderos dentro de un corral o de una carpa. También los había en la puerta del estudio de Mahatat Collective, en El Manial, donde me encontré nuevamente con Astrid. De allí me dirigí a Mohandesin atravesando Dokki, otro de los barrios de El Cairo. Todos ellos comparten una caracterísica: albergan multitudes.
Mi barrio es el centro. Compro la comida casi siempre en el mismo restaurante y el agua en el mismo almacén. Ser cliente tiene sus ventajas y la comida rápida árabe no difiere mucho de un lugar a otro. Retiro dinero en el mismo banco y corto camino por los callejones que atraviesan las manzanas. El edificio donde se encuentra el hostel tiene varios porteros, los conozco a todos. Los recepcionistas del hostel son Ahmed, Mustafá y Mahmud. Las chicas que limpian, Mona y Sakhar. Kareem no se qué hace, pero anda en la vuelta, al igual que el señor que viene por las mañanas a acodarse en el mostrador de recepción y tomar té.
lunes, 15 de septiembre de 2014
Todos los Cairos
Tomo el metro en la estación Nasir, dirección Helwan. La estación Sadat, mucho más cerca del hostel, está cerrada desde la revolución de 2011. En Egipto, el metro tiene vagones exclusivos para mujeres. Observo los diversos grados de capas de ropa, desde las más occidentales hasta las que llevan cubierto cada centímetro cuadrado de piel, incluyendo manos y pies. Me pregunto qué tan cercanas se sienten entre ellas, las egipcias en los dos extremos. Suben vendedores, tanto hombres como mujeres, como a cualquier Cutcsa.
Me bajo en la parada Mari Girgis, San Jorge, en el Cairo Antiguo. En este lugar se encuentran los restos de la era cristiana de Egipto, el llamado Período Copto, que se extendió desde la conversión del Imperio Romano al cristianismo hasta la llegada de los árabes en el siglo VII. En un área cerrada por antiguos muros hay ruinas romanas, varias iglesias, un monasterio y una sinagoga, conectados entre sí por angostos pasajes cubiertos de libros, fotografías y otros objetos para la venta. En una de las iglesias, la de San Sergio, está la cripta en la que dicen que permaneció la Sagrada Familia durante un tiempo, en su periplo por Egipto.
El Cairo turístico está impregnado de una historia centenaria, milenaria. El Cairo del presente es un crisol fascinante y abrumador a la vez, que se revela a su tiempo. Marisa ─una de mis compañeras de curso en el CCDC─ me invita a la inauguración del artista Bassem Yousri, en la galería de arte contemporáneo Mashrabia, sobre la calle Champollion, a dos cuadras del hostel. Me encuentro con sus críticas impresiones sobre la política y la cultura egipcias de principios del siglo XXI, dibujadas con gruesos trazos negros sobre lienzo blanco recuadrado en rojo, verde y azul. Viñetas ácidas, humorísticas, que retratan al hombre y la mujer egipcios y me ofrecen nuevas pistas para descifrarlos.
Encuentro a la comunidad artística de El Cairo igual a la de Montevideo o de cualquier otro lugar donde haya estado. Similares códigos de comportamiento social. Marisa me presenta a varios de sus amigos: una clown, una actriz, un realizador audiovisual. Pruebo por fin la cerveza egipcia. Dejo pasar, por distracción, el jugo de hibisco. De allí nos vamos a un café. Atravesamos la manzana por un pasaje que alberga bares donde hombres y mujeres fuman shisha, bares que no son más que mesas y sillas a lo largo del callejón y de los claros que se abren en el medio de la manzana. Hace calor pero corre brisa. En una esquina, un hombre vende sandwiches a demanda y le pone tu nombre a la combinación elegida. Las fruterías aún están abiertas. Suenan bocinas, suenan sirenas, nuestros pasos y nuestras voces, distintas, iguales, las mismas.
Me bajo en la parada Mari Girgis, San Jorge, en el Cairo Antiguo. En este lugar se encuentran los restos de la era cristiana de Egipto, el llamado Período Copto, que se extendió desde la conversión del Imperio Romano al cristianismo hasta la llegada de los árabes en el siglo VII. En un área cerrada por antiguos muros hay ruinas romanas, varias iglesias, un monasterio y una sinagoga, conectados entre sí por angostos pasajes cubiertos de libros, fotografías y otros objetos para la venta. En una de las iglesias, la de San Sergio, está la cripta en la que dicen que permaneció la Sagrada Familia durante un tiempo, en su periplo por Egipto.
El Cairo turístico está impregnado de una historia centenaria, milenaria. El Cairo del presente es un crisol fascinante y abrumador a la vez, que se revela a su tiempo. Marisa ─una de mis compañeras de curso en el CCDC─ me invita a la inauguración del artista Bassem Yousri, en la galería de arte contemporáneo Mashrabia, sobre la calle Champollion, a dos cuadras del hostel. Me encuentro con sus críticas impresiones sobre la política y la cultura egipcias de principios del siglo XXI, dibujadas con gruesos trazos negros sobre lienzo blanco recuadrado en rojo, verde y azul. Viñetas ácidas, humorísticas, que retratan al hombre y la mujer egipcios y me ofrecen nuevas pistas para descifrarlos.
Encuentro a la comunidad artística de El Cairo igual a la de Montevideo o de cualquier otro lugar donde haya estado. Similares códigos de comportamiento social. Marisa me presenta a varios de sus amigos: una clown, una actriz, un realizador audiovisual. Pruebo por fin la cerveza egipcia. Dejo pasar, por distracción, el jugo de hibisco. De allí nos vamos a un café. Atravesamos la manzana por un pasaje que alberga bares donde hombres y mujeres fuman shisha, bares que no son más que mesas y sillas a lo largo del callejón y de los claros que se abren en el medio de la manzana. Hace calor pero corre brisa. En una esquina, un hombre vende sandwiches a demanda y le pone tu nombre a la combinación elegida. Las fruterías aún están abiertas. Suenan bocinas, suenan sirenas, nuestros pasos y nuestras voces, distintas, iguales, las mismas.
sábado, 13 de septiembre de 2014
Giza
Las pirámides de Egipto ─particularmente las de Giza─ son uno de esos monstruos sagrados que todos querríamos visitar alguna vez. Como Machu Picchu o el Taj Mahal. Las conocemos sin haberlas visto. Sus siluetas inconfundibles impregnan libros y films.
Para acceder a ellas, contraté un auto desde el hostel. Bordeamos el Nilo la mayor parte del recorrido, con sus jardines floridos y sus altas palmeras. Luego cruzamos hacia el otro banco y entramos en el barrio de Giza. Pasamos por un antiguo canal de irrigación, de cuando la zona estaba ocupada por granjas. Ahora hay decenas de edificios en contrucción. Según mis fuentes ─los taxistas─, la población de El Cario ronda los 25 millones de habitantes. Finalmente, atravesamos algunos angostos callejones, con sus tendederos de ropa al frente y sus burros y caballos en la calle, y estacionamos en una plaza donde descansaban algunos camellos.
Mi chofer de confianza me llevó a una oficina donde un amable egipcio quiso venderme un tour por las pirámides, asegurándome que él estaba licenciado y que era la única manera segura de recorrerlas. La conversación duró poco. Le pedí al chofer que me llevara a la entrada, donde pagar el ticket común que ya sabía era de 80 libras egipcias.
Una vez adentro, tuve que lidiar con un par de supuestos empleados del gobierno que pretendieron quedarse con mi ticket, además de venderme otros tantos tours, aunque por bastante menos dinero. Una voz amiga me advirtió que no le entregara el ticket a nadie. Dos chicas extranjeras me dieron las indicaciones básicas, que además estaban a la vista: caminar alrededor de las pirámides principales, visitar la Esfinge y, si quería, alquilar un caballo o un carro para hacer un recorrido más largo. El sol incendiaba mi cabeza. Un niño me exigió que le mostrara mi ticket, aduciendo que trabajaba para el gobierno. Conforme me iba calmando e iba entendiendo la dinámica, comencé a intentar apreciar el entorno: las descomunales moles de piedra, las archi-vistas pirámides, símbolo de Egipto y de una de las mayores civilizaciones de la historia, estaban allí, frente a mis ojos; rodeadas de turistas de todas partes del mundo, de egipcios con sus carros, sus caballos, sus camellos y su muy particular forma de hacer negocios.
Luego de una larga caminata me recosté en la pirámide de Kefrén, tome agua, saqué fotos. Giza es lo más cerca que he estado del desierto. Detrás de las pirámides, se levantan nubes de arena bajo los cascos de los caballos que cabalgan en dirección al cerro panorámico. Delante, la ciudad de El Cairo se extiende hasta el infinito.
Para acceder a ellas, contraté un auto desde el hostel. Bordeamos el Nilo la mayor parte del recorrido, con sus jardines floridos y sus altas palmeras. Luego cruzamos hacia el otro banco y entramos en el barrio de Giza. Pasamos por un antiguo canal de irrigación, de cuando la zona estaba ocupada por granjas. Ahora hay decenas de edificios en contrucción. Según mis fuentes ─los taxistas─, la población de El Cario ronda los 25 millones de habitantes. Finalmente, atravesamos algunos angostos callejones, con sus tendederos de ropa al frente y sus burros y caballos en la calle, y estacionamos en una plaza donde descansaban algunos camellos.
Mi chofer de confianza me llevó a una oficina donde un amable egipcio quiso venderme un tour por las pirámides, asegurándome que él estaba licenciado y que era la única manera segura de recorrerlas. La conversación duró poco. Le pedí al chofer que me llevara a la entrada, donde pagar el ticket común que ya sabía era de 80 libras egipcias.
Una vez adentro, tuve que lidiar con un par de supuestos empleados del gobierno que pretendieron quedarse con mi ticket, además de venderme otros tantos tours, aunque por bastante menos dinero. Una voz amiga me advirtió que no le entregara el ticket a nadie. Dos chicas extranjeras me dieron las indicaciones básicas, que además estaban a la vista: caminar alrededor de las pirámides principales, visitar la Esfinge y, si quería, alquilar un caballo o un carro para hacer un recorrido más largo. El sol incendiaba mi cabeza. Un niño me exigió que le mostrara mi ticket, aduciendo que trabajaba para el gobierno. Conforme me iba calmando e iba entendiendo la dinámica, comencé a intentar apreciar el entorno: las descomunales moles de piedra, las archi-vistas pirámides, símbolo de Egipto y de una de las mayores civilizaciones de la historia, estaban allí, frente a mis ojos; rodeadas de turistas de todas partes del mundo, de egipcios con sus carros, sus caballos, sus camellos y su muy particular forma de hacer negocios.
Luego de una larga caminata me recosté en la pirámide de Kefrén, tome agua, saqué fotos. Giza es lo más cerca que he estado del desierto. Detrás de las pirámides, se levantan nubes de arena bajo los cascos de los caballos que cabalgan en dirección al cerro panorámico. Delante, la ciudad de El Cairo se extiende hasta el infinito.
viernes, 12 de septiembre de 2014
Taxi a Mohandesin
Finalmente encontré la forma más rápida y cómoda de moverme entre el centro de El Cairo y el barrio Mohandesin, donde está ubicado el Cairo Contemporary Dance Center. El hostel está sobre la calle Mahmoud Bassiony, a una cuadra de la plaza Tal'at Harb y a menos de quinientos metros de la tristemente célebre plaza Tahrir. Pleno centro de la ciudad. Siguiendo el consejo de Mustafá ─recepcionista del hostel─ camino hasta debajo del puente 6 de octubre, uno de los varios que cruzan el río Nilo y que está a no más de cinco minutos a pie. De esta forma, evito el embotellamiento que se forma en la Corniche justo antes de tomar el puente. Allí paro un taxi, de los blancos, y chequeo que el chofer encienda el meter. Le indico que me lleve al monumento de Mustafa Mahmud, sobre la Gamaet Al Dewal Al Arabeya, Avenida de la Liga Árabe. Así evito un segundo embotellamiento en Liga Árabe esquina Shehab, mi ruta inicial. Legados a destino, pago 12 libras egipcias (40 pesos) y me dirijo a la calle Syria, que nace en ese lugar y se mete por el barrio de Mohandesin. Camino unas pocas cuadras hasta la calle El Higaz, tomo a la derecha y salgo al Mercado Saudí. Si tengo hambre como un sandwich de falafel en pan de pita. Corto camino por un pasaje junto a una farmacia y salgo al edificio donde está el CCDC, en el número 1 de la plaza Mousa Galal.
Aprender esto me llevó toda la primera semana del curso que estoy realizando en el CCDC, sobre Arts Administration, Management and Curating applied to Contemporary Dance, gracias a la ayuda recibida por parte del fondo para pasajes de la Fundación Príncipe Claus. El transporte público en El Cairo no está preparado para el turismo, o viceversa. El sistema más extendido es el de los microbuses, que salen de grandes explanadas. Los guardas anuncian el destino a viva voz, recogen el dinero y viajan colgados de la puerta. No tienen número. No hay paradas establecidas, salvo en algunas esquinas importantes. He visto unos buses rojos, grandes, pero aún no tengo información sobre ellos. Solo se que no van a Mohandesin. La línea de metro tampoco.
El combustible es muy barato y la mayoría de los egipcios se mueve en auto. Eso convierte a El Cairo en una de las ciudades con mayores niveles de contaminación y a las calles en un verdadero caos. He visto muy pocos semáforos. De esos pocos, solo algunos funcionan. En los principales cruces del centro, un policía dirige el tránsito. De todos modos, son tantos los autos y tal el congestionamiento, que no es posible conducir muy rápido. Esto permite a los peatones cruzar la calle, aún grandes avenidas de varios carriles.
Las reglas y los usos y costrumbres sobre este espacio público ─el de la circulación de vehículos─, los códigos de manejo, la etiqueta, entre otros, hablan de una cultura, de nosotros, hombre y mujeres que la conformamos. No puedo dejar de recordar a los polacos, parados en la esquina, mirando el semáforo en rojo y esperando la luz verde, frente a una calle absolutamente vacía.
Aprender esto me llevó toda la primera semana del curso que estoy realizando en el CCDC, sobre Arts Administration, Management and Curating applied to Contemporary Dance, gracias a la ayuda recibida por parte del fondo para pasajes de la Fundación Príncipe Claus. El transporte público en El Cairo no está preparado para el turismo, o viceversa. El sistema más extendido es el de los microbuses, que salen de grandes explanadas. Los guardas anuncian el destino a viva voz, recogen el dinero y viajan colgados de la puerta. No tienen número. No hay paradas establecidas, salvo en algunas esquinas importantes. He visto unos buses rojos, grandes, pero aún no tengo información sobre ellos. Solo se que no van a Mohandesin. La línea de metro tampoco.
El combustible es muy barato y la mayoría de los egipcios se mueve en auto. Eso convierte a El Cairo en una de las ciudades con mayores niveles de contaminación y a las calles en un verdadero caos. He visto muy pocos semáforos. De esos pocos, solo algunos funcionan. En los principales cruces del centro, un policía dirige el tránsito. De todos modos, son tantos los autos y tal el congestionamiento, que no es posible conducir muy rápido. Esto permite a los peatones cruzar la calle, aún grandes avenidas de varios carriles.
Las reglas y los usos y costrumbres sobre este espacio público ─el de la circulación de vehículos─, los códigos de manejo, la etiqueta, entre otros, hablan de una cultura, de nosotros, hombre y mujeres que la conformamos. No puedo dejar de recordar a los polacos, parados en la esquina, mirando el semáforo en rojo y esperando la luz verde, frente a una calle absolutamente vacía.
domingo, 8 de junio de 2014
Mar del Plata
Yo quiero ver el romper de las olas en esta playa rocosa, y no sólo escucharlas romper como lo hiciera toda la noche en mis sueños. Quiero ver nuevamente los barcos que vienen a atravesar el estrecho desde cada país marino del mundo. Quiero pasar el día mirando lo que sucede y llegar a mis propias conclusiones.
Odio parecer mezquino, tengo tanto ya de que estar agradecido... Pero quiero levantarme temprano una mañana más, al menos. Y sentarme con un café y esperar. Sólo esperar, a ver qué pasa...
Raymond Carver
Mar del Plata, Argentina, Mayo de 2014.
Odio parecer mezquino, tengo tanto ya de que estar agradecido... Pero quiero levantarme temprano una mañana más, al menos. Y sentarme con un café y esperar. Sólo esperar, a ver qué pasa...
Raymond Carver
Mar del Plata, Argentina, Mayo de 2014.
domingo, 11 de mayo de 2014
Volver
El Palacio Salvo perdió la antena y una bicisenda pasa por la esquina de mi antigua casa. La pequeña Sara llegó antes de tiempo, la conocí cuando tenía tan solo treinta y cinco semanas de edad gestacional corregida, más dos días. Olivia ya camina, aunque a veces se le tuercen un poco las patas traseras. Todavía no me tocó un temporal fuerte, de los que rompen los bancos de la rambla. Tengo que reconstruir un tejido chingado, como un buzo al que agarró el agua en la cuerda. Tengo que averiguar dónde quedaron mis patines, mis documentos uruguayos ─cédula, credencial, tarjeta del videoclub─, mis rituales mañaneros, mis neurosis obsesivas. Tengo que redefinir mi concepto de casa y trabajo. Me preguntan por el viaje. Cuál. Hace más de un mes que estoy viajando y aún no llego. Volver al hogar no es una metáfora, una declaración o un anhelo, es más parecido a un dolor de panza, pero de hambre. También es una trampa de osos colocada por mí, en mi propio pie, como una media de nylon.
domingo, 4 de mayo de 2014
El infierno está encantador esta noche
El viernes de noche volvíamos en auto desde San José, entramos por Carlos María Ramírez, dimos algunas vueltas y salimos a la calle Capurro. Tomamos a la derecha para bajar a los accesos, pero por error terminamos bordeando la bahía hacia afuera y frenando ante las puertas de la Refinería de ANCAP, postal única de Montevideo que nunca había tenido ocasión de ver tan de cerca.
Como andaba sin mi cámara, tomé prestada esta fotaza que encontré en internet y que pertenece a Alberto Héctor.
Como andaba sin mi cámara, tomé prestada esta fotaza que encontré en internet y que pertenece a Alberto Héctor.
lunes, 28 de abril de 2014
lunes, 17 de marzo de 2014
La previa
Salgo de lo de Gerardo, en Rocafort y Avenida Roma. Camino hacia la Gran Vía de las Cortes Catalanas. Me dirijo a la Plaza Cataluña. Llego al puesto de información turística en busca de un mapa, pero está cerrado por obras. Sigo caminando, guiada por la marea humana. Voy a dar a la Ciudad Vieja y al Barrio Gótico. Atraída por el ruido, desemboco en una plaza tomada por ingleses. Es la previa del partido Manchester - Barcelona y el ambiente está que arde. Me entrevero un rato entre banderas celestes y latas de cerveza. Sigo viaje y más abajo descubro La Barceloneta. Tiene un aire a Montevideo. Y de Montevideo hablamos con mi amigo Maran, uno de los motivos por los que saltara a tierras catalanas. Su abuela, de origen chino, me cuenta de su visita al gran país asiático mientras bebemos te a la usanza tradicional. Entre orientales nos entendemos, pienso. Y con Gerardo charlamos de Florida y de la familia en un restaurante cerca de la Plaza España. Me acuerdo que cuando me regalaron mi primera bicicleta, él y sus amigos estaban sentados en el murito de su casa, a veinte metros de la mía, mirando. Siempre nos saludaba a Serrana y a mí cantando la última sílaba de nuestros nombres. Ahora está en Girona, se fue por el fin de semana y me dejó sola en su casa, disfrutando de la previa.
viernes, 14 de marzo de 2014
Uma casa portuguesa
Cuando crucé el puente Luis I por su parte más alta, sentí ese consquilleo que siempre me dan las alturas y por el que les tengo tanto respeto. No es vértigo, siento la atracción del vacío. Me apoyo en la baranda, miro hacia abajo y hacia el horizonte, disfruto de la vista, tomo fotografías. Doy un paso atrás y sigo caminando. No se cuánto mide el magnífico puente construido por Gustave Eiffel, pero es dramáticamente alto.
Llegué a Oporto desde Faro y me quedé hasta que paró de llover. No me parecía razonable haber cruzado el país para conocer una ciudad con tan buena fama e irme antes de recorrerla. Sus iglesias revestidas de azulejos pintados son hermosas, sus calles empedradas ─y empinadas─ invitan a perderse, el Río Duero discurre manso y los antiguos tranvías anuncian su paso a los peatones imprudentes que van sobre las vías.
Una semana después desembarco en Lisboa. Pedro, un viajero que conocí en Georgia, me va a buscar a la Estación de Santa Apolonia. Y Lisboa también tiene tranvías antiguos, calles empedradas y empinadas, fachadas de azulejos y un río de aguas calmas que la cruza, el Tajo. Pero es distinta, tan hermosa como Oporto pero diferente. La casa de Pedro está en Amoreiras, no muy lejos de los barrios más centricos: Bairro Alto y el Chiado, zonas de bares y restaurantes; la Baixa, el centro más tradicional y comercial; y Alfama, la parte más antigua de la ciudad. Eiffel también dejó su huella en Lisboa, con un ascensor de hierro que se levanta por sobre los techos del Chiado. Y elevadores les dicen a los tranvías que suben a Bairro Alto, desde donde también pueden obtenerse hermosas vistas.
Cristina, una amiga de Pedro, nos invita a ir en su auto hasta Sintra, una pequeña ciudad cercana a Lisboa con exhuberante vegetación y antiguos y suntuosos palacetes de veraneo. Salimos por la tarde, el trayecto no lleva más de cuarenta minutos. Hablamos de viajes. Pedro ha recorrido casi toda Europa y tiene ganas de cruzar el Atlántico dentro de un tiempo. Cristina está sin trabajo y no ve razón para no hacerlo ya. En Portugal el porcentaje de desempleo es muy alto, pero hay quienes encuentran en la aparente adversidad una oportunidad de vivir nuevas experiencias.
Cuando escucho hablar a los portugueses, recuerdo a una profesora de ese idioma que tuve en la facultad. Brasileiro fala com a boca aberta, decía, modulando exageradamente. Aquí no. Voitek, en Polonia, me decía que el portugués sonaba parecido al polaco. Y tenía razón! Oigo un yeyeo cerrado y me resulta difícil distinguir las palabras. Afortunadamente, tanto Pedro como Cristina hablan y entienden muy bien el español.
Pedro fue un buen compañero de viaje en los monasterios de Davit Gareji y en la inolvidable Tibilisi y descubro ahora que es también un excelente anfitrión. Recorremos Lisboa en su scooter ─y, aunque nunca pisé Italia, me siento como si estuviera en Roma─; tomamos cerveza en las terrazas con vista al Río Tajo, donde la gente se reúne a la tarde para disfrutar de la recién estrenada primavera; me incita a comer pescado en un restaurante de Alfama, porque le parece una locura que deje Portugal sin probar algún plato típico; me presenta a sus amigos y cocina para todos, con la mano de quien ha viajado y sabe combinar los sabores de diferentes culturas; y me lleva a escuchar fados, ese son cadencioso que llena de nostalgia las calles de Lisboa.
* Uma casa portuguesa es una canción popularizada por Amalia Rodríguez, conocida como La Reina del Fado (música de Artur Fonseca y letra de Reinaldo Ferreira y Vasco Matos).
Llegué a Oporto desde Faro y me quedé hasta que paró de llover. No me parecía razonable haber cruzado el país para conocer una ciudad con tan buena fama e irme antes de recorrerla. Sus iglesias revestidas de azulejos pintados son hermosas, sus calles empedradas ─y empinadas─ invitan a perderse, el Río Duero discurre manso y los antiguos tranvías anuncian su paso a los peatones imprudentes que van sobre las vías.
Una semana después desembarco en Lisboa. Pedro, un viajero que conocí en Georgia, me va a buscar a la Estación de Santa Apolonia. Y Lisboa también tiene tranvías antiguos, calles empedradas y empinadas, fachadas de azulejos y un río de aguas calmas que la cruza, el Tajo. Pero es distinta, tan hermosa como Oporto pero diferente. La casa de Pedro está en Amoreiras, no muy lejos de los barrios más centricos: Bairro Alto y el Chiado, zonas de bares y restaurantes; la Baixa, el centro más tradicional y comercial; y Alfama, la parte más antigua de la ciudad. Eiffel también dejó su huella en Lisboa, con un ascensor de hierro que se levanta por sobre los techos del Chiado. Y elevadores les dicen a los tranvías que suben a Bairro Alto, desde donde también pueden obtenerse hermosas vistas.
Cristina, una amiga de Pedro, nos invita a ir en su auto hasta Sintra, una pequeña ciudad cercana a Lisboa con exhuberante vegetación y antiguos y suntuosos palacetes de veraneo. Salimos por la tarde, el trayecto no lleva más de cuarenta minutos. Hablamos de viajes. Pedro ha recorrido casi toda Europa y tiene ganas de cruzar el Atlántico dentro de un tiempo. Cristina está sin trabajo y no ve razón para no hacerlo ya. En Portugal el porcentaje de desempleo es muy alto, pero hay quienes encuentran en la aparente adversidad una oportunidad de vivir nuevas experiencias.
Cuando escucho hablar a los portugueses, recuerdo a una profesora de ese idioma que tuve en la facultad. Brasileiro fala com a boca aberta, decía, modulando exageradamente. Aquí no. Voitek, en Polonia, me decía que el portugués sonaba parecido al polaco. Y tenía razón! Oigo un yeyeo cerrado y me resulta difícil distinguir las palabras. Afortunadamente, tanto Pedro como Cristina hablan y entienden muy bien el español.
Pedro fue un buen compañero de viaje en los monasterios de Davit Gareji y en la inolvidable Tibilisi y descubro ahora que es también un excelente anfitrión. Recorremos Lisboa en su scooter ─y, aunque nunca pisé Italia, me siento como si estuviera en Roma─; tomamos cerveza en las terrazas con vista al Río Tajo, donde la gente se reúne a la tarde para disfrutar de la recién estrenada primavera; me incita a comer pescado en un restaurante de Alfama, porque le parece una locura que deje Portugal sin probar algún plato típico; me presenta a sus amigos y cocina para todos, con la mano de quien ha viajado y sabe combinar los sabores de diferentes culturas; y me lleva a escuchar fados, ese son cadencioso que llena de nostalgia las calles de Lisboa.
* Uma casa portuguesa es una canción popularizada por Amalia Rodríguez, conocida como La Reina del Fado (música de Artur Fonseca y letra de Reinaldo Ferreira y Vasco Matos).
miércoles, 26 de febrero de 2014
Cigüeñas del Algarve
Estoy en el Algarve, así le dicen al sur de Portugal. Acá ya llegó la primavera. La ciudad en la que estoy parando se llama Faro. También visité Tavira, un pueblito cercano al que llegué en tren, bordeando las marismas del Río Formosa.
En esta ciudad hacen nido muchas cigüeñas. No se qué tienen los tejados y las torres de Faro que atraen tanto a estas estilizadas aves, pero a unos pocos kilómetros al este, en Tavira, hay solo gaviotas, las cigüeñas viven todas acá. Las he visto volar y planear, aterrizar sobre sus nidos con un puñado de ramitas y colocarlas con prolijidad, chocar sus picos como espadachines, caminar por los techos de las iglesias y buscar alimento en las marismas. Me emociona verlas, sobre todo cuidar de sus nidos y disfrutar del vuelo. El hogar y la libertad.
En esta ciudad hacen nido muchas cigüeñas. No se qué tienen los tejados y las torres de Faro que atraen tanto a estas estilizadas aves, pero a unos pocos kilómetros al este, en Tavira, hay solo gaviotas, las cigüeñas viven todas acá. Las he visto volar y planear, aterrizar sobre sus nidos con un puñado de ramitas y colocarlas con prolijidad, chocar sus picos como espadachines, caminar por los techos de las iglesias y buscar alimento en las marismas. Me emociona verlas, sobre todo cuidar de sus nidos y disfrutar del vuelo. El hogar y la libertad.
domingo, 23 de febrero de 2014
Sevilla
Volví a Sevilla.
Estaba instalada en Tarifa, contenta de haber encontrado la ciudad donde parar que venía buscando desde Serbia. En diciembre, aún en Belgrado, me había anotado en un taller dictado por Emilio Carrillo. Luego supe que estaba completo, pero mi terquedad natural me llevó a insistir. Mil cosas sucedieron entre medio: aconteceres, devenires, paisajes, kilómetros y gentes. Te hemos encontrado un sitio, me dijo Armando por mail. Luego me confesó que me había dejado su propia butaca. Pues es que has venido desde tan lejos!
Una vez más armé la mochila. Me vine en auto con Otman, el encargado del hostel de Tarifa, a pesar de su advertencia de que manejaba ligero y de mi miedo a la velocidad. Acá nadie conduce a menos de ciento cuarenta, pero algo me decía que no me tocaba darme de trompa contra un árbol justo en ese momento. Es cierto que ya me había dado el gusto de conocer ─e interrogar─ a Emilio personalmente unos pocos días atrás, pero la oportunidad se había presentado y no la iba a dejar pasar.
Sentada en el auditorio en medio de unas cien personas procedentes de Sevilla y de otras ciudades de España, cayó la ficha que faltaba, la pieza del puzzle que me venía bailando frente a los ojos en diferentes tamaños, formas y colores. Cayó y calzó en su lugar. El resto del taller fue como un bonus track, al igual que el almuerzo con los madrileños, los mates con las uruguayas en el dormitorio del hostel y todo lo que aún quede por delante.
No voy a regresar a Tarifa por mucho que me haya gustado ese lugar. Desde ayer que no paro de trazar rutas a Palos, Cádiz, Faro o Madrid. Me vuelve loca saber que por cada opción se abre una puerta y que aunque sea consciente de un viaje, los estoy haciendo todos. Una parte de mí se quedó en Tarifa descansando, hay otra que sigue a saltos de mata y hay una más que volvió a Montevideo hace meses, cuando estaba en el Cáucaso y no lograba salir de ese sueño en el que el viaje se había terminado antes de tiempo.
Estaba instalada en Tarifa, contenta de haber encontrado la ciudad donde parar que venía buscando desde Serbia. En diciembre, aún en Belgrado, me había anotado en un taller dictado por Emilio Carrillo. Luego supe que estaba completo, pero mi terquedad natural me llevó a insistir. Mil cosas sucedieron entre medio: aconteceres, devenires, paisajes, kilómetros y gentes. Te hemos encontrado un sitio, me dijo Armando por mail. Luego me confesó que me había dejado su propia butaca. Pues es que has venido desde tan lejos!
Una vez más armé la mochila. Me vine en auto con Otman, el encargado del hostel de Tarifa, a pesar de su advertencia de que manejaba ligero y de mi miedo a la velocidad. Acá nadie conduce a menos de ciento cuarenta, pero algo me decía que no me tocaba darme de trompa contra un árbol justo en ese momento. Es cierto que ya me había dado el gusto de conocer ─e interrogar─ a Emilio personalmente unos pocos días atrás, pero la oportunidad se había presentado y no la iba a dejar pasar.
Sentada en el auditorio en medio de unas cien personas procedentes de Sevilla y de otras ciudades de España, cayó la ficha que faltaba, la pieza del puzzle que me venía bailando frente a los ojos en diferentes tamaños, formas y colores. Cayó y calzó en su lugar. El resto del taller fue como un bonus track, al igual que el almuerzo con los madrileños, los mates con las uruguayas en el dormitorio del hostel y todo lo que aún quede por delante.
No voy a regresar a Tarifa por mucho que me haya gustado ese lugar. Desde ayer que no paro de trazar rutas a Palos, Cádiz, Faro o Madrid. Me vuelve loca saber que por cada opción se abre una puerta y que aunque sea consciente de un viaje, los estoy haciendo todos. Una parte de mí se quedó en Tarifa descansando, hay otra que sigue a saltos de mata y hay una más que volvió a Montevideo hace meses, cuando estaba en el Cáucaso y no lograba salir de ese sueño en el que el viaje se había terminado antes de tiempo.
miércoles, 19 de febrero de 2014
En las columnas de Hércules
La aventura marroquí duró muy poco. Visto a la distancia, una pena. No tuve la paciencia suficiente como para adaptarme a sus reglas. Otra cultura, eso es Marruecos. Ocho meses viajando para darse uno cuenta de que no es tan fácil aceptar lo diferente.
Fez es una ciudad fascinante aún vista a la carrera. La recorrí entera junto con Silvaine, un francés divertido y con mucha más paciencia que yo. Gracias a eso, me trepé a los techos de las curtiembres, probé las sopas típicas marroquíes y llegué hasta la estación de trenes para comprar mi ticket a Tanger. Aunque el guía era él, mi sentido de la orientación nos llevó por buen camino cada vez que amagábamos a perdernos en los laberínticos callejones de la Medina.
En Tanger me encontré con una ciudad tanto más tranquila como menos interesante y con Lisandro, un porteño macanudo que se iba para Copenhague con una campera de corderoy y un par de championes. También conocí a Marian, hija de madre española y padre marroquí, con quien compartimos largas charlas sobre la cultura del norte, la de los rifeños.
Y sin más trámite crucé el estrecho, como quien cruza el Río de la Plata, y desembarqué en Tarifa. Dicen que el levante y el poniente ─los vientos que soplan por aquí─ atrapan a los viajeros. Me lo contaba Hernán, otro argentino, uno de los muchos que han recalado en Tarifa y se han quedado un poco más de lo que dura la temporada.
Y en Tarifa comenzó un extraño periplo que me llevó a conocer personalmente a Emilio, en Sevilla; a compartir una noche de tapas con él y otros, entre ellos Aharon y Rebecca, judíos conversos que hablaban de Cábala mientras yo me acordaba de Jonathan y pensaba qué hago acá; a viajar con Emilio a Huelva y sacarme algunas dudas existenciales en el camino, como la de las dimensiones y la de los universos paralelos; y terminar nuevamente en Tarifa, para disfrutar un poco del sol y la playa, poner algunas ideas en orden y buscar por donde seguir.
Fez es una ciudad fascinante aún vista a la carrera. La recorrí entera junto con Silvaine, un francés divertido y con mucha más paciencia que yo. Gracias a eso, me trepé a los techos de las curtiembres, probé las sopas típicas marroquíes y llegué hasta la estación de trenes para comprar mi ticket a Tanger. Aunque el guía era él, mi sentido de la orientación nos llevó por buen camino cada vez que amagábamos a perdernos en los laberínticos callejones de la Medina.
En Tanger me encontré con una ciudad tanto más tranquila como menos interesante y con Lisandro, un porteño macanudo que se iba para Copenhague con una campera de corderoy y un par de championes. También conocí a Marian, hija de madre española y padre marroquí, con quien compartimos largas charlas sobre la cultura del norte, la de los rifeños.
Y sin más trámite crucé el estrecho, como quien cruza el Río de la Plata, y desembarqué en Tarifa. Dicen que el levante y el poniente ─los vientos que soplan por aquí─ atrapan a los viajeros. Me lo contaba Hernán, otro argentino, uno de los muchos que han recalado en Tarifa y se han quedado un poco más de lo que dura la temporada.
Y en Tarifa comenzó un extraño periplo que me llevó a conocer personalmente a Emilio, en Sevilla; a compartir una noche de tapas con él y otros, entre ellos Aharon y Rebecca, judíos conversos que hablaban de Cábala mientras yo me acordaba de Jonathan y pensaba qué hago acá; a viajar con Emilio a Huelva y sacarme algunas dudas existenciales en el camino, como la de las dimensiones y la de los universos paralelos; y terminar nuevamente en Tarifa, para disfrutar un poco del sol y la playa, poner algunas ideas en orden y buscar por donde seguir.
viernes, 7 de febrero de 2014
Keep calm and visit friends in London
Juega el Fulham de local, a pocas cuadras de lo de Irán y Graciela, en Hammersmith, al costado de uno de los tantísimos recodos del Río Támesis. La hinchada está enfervorizada, a pesar de que ocupan el último lugar de la tabla. Pero en esta familia todos son hinchas del Chelsea, especialmente Mateo, quien juega al fútbol en la escuela, en el campito sobre la Fulham Palace Road y en el living de la casa.
Londres es un pulpo con doce brazos, uno por cada línea del Underground o Tube, como le dicen ellos al metro. Tomo un mapa y anoto los puntos cardinales: dirección este u oeste, es lo único que se debe saber con certeza antes de bajar a la plataforma. Atravesé varias veces la ciudad para llegar a sitios como la Brick Lane, el Hyde Park, la Catedral de St. Paul o el Barrio Chino.
No voy a hablar de Londres porque tomé muchísimas fotos que hablan por sí mismas. Lo mejor de esta parada en la larga ruta que llevo hecha, fue volver a ver a Irán, Graciela y Mateo. Especialmente a éste último, porque los adultos nos mantenemos más o menos igual, pero los niños crecen.
Estuve sacando cuentas y con Irán nos vimos siete veces en nuestras vidas: dos veces en Florida, más de dos décadas atrás; en Montevideo, cuando vivía con Alejandro en la calle La Gaceta; en Florida nuevamente, cuando me casé; en Montevideo una vez más, en su primer viaje a Paraguay luego de que se mudara con Graciela a Londres; en Asunción, en otro de sus viajes a Paraguay; y, finalmente, en Londres. Las vueltas de la vida, las nuestras también han dado muchas vueltas. Vaya uno a saber cuándo y dónde nos veremos de nuevo. A los tres: gracias gracias gracias!!!
* En la foto estamos en la Trafalgar Square, en los festejos por el Año Nuevo Chino.
Londres es un pulpo con doce brazos, uno por cada línea del Underground o Tube, como le dicen ellos al metro. Tomo un mapa y anoto los puntos cardinales: dirección este u oeste, es lo único que se debe saber con certeza antes de bajar a la plataforma. Atravesé varias veces la ciudad para llegar a sitios como la Brick Lane, el Hyde Park, la Catedral de St. Paul o el Barrio Chino.
No voy a hablar de Londres porque tomé muchísimas fotos que hablan por sí mismas. Lo mejor de esta parada en la larga ruta que llevo hecha, fue volver a ver a Irán, Graciela y Mateo. Especialmente a éste último, porque los adultos nos mantenemos más o menos igual, pero los niños crecen.
Estuve sacando cuentas y con Irán nos vimos siete veces en nuestras vidas: dos veces en Florida, más de dos décadas atrás; en Montevideo, cuando vivía con Alejandro en la calle La Gaceta; en Florida nuevamente, cuando me casé; en Montevideo una vez más, en su primer viaje a Paraguay luego de que se mudara con Graciela a Londres; en Asunción, en otro de sus viajes a Paraguay; y, finalmente, en Londres. Las vueltas de la vida, las nuestras también han dado muchas vueltas. Vaya uno a saber cuándo y dónde nos veremos de nuevo. A los tres: gracias gracias gracias!!!
* En la foto estamos en la Trafalgar Square, en los festejos por el Año Nuevo Chino.
martes, 28 de enero de 2014
Los días en Czymanowo
Hoy, mientras hacía el check-in on line, recordé que en enero vencía la tasa anual del pasaporte italiano. Antes de entrar en pánico e imaginarme el peor escenario (impedida de viajar, perder el vuelo de mañana y la conexión de la semana que viene, con la dificultad adicional de no tener ninguna embajada o consulado italiano cerca) busqué en internet algo de información sobre el dichoso estampillado. Afortunadamente, encontré un foro de argentinos en Australia donde varios afirmaban que el pago de ese impuesto se controlaba únicamente al entrar o salir de Italia.
Todo está en la web. En Wikipedia descubrí que Gdansk, una de las ciudades más lindas de Polonia, es Danzig por su nombre en alemán, el que había aprendido en el Liceo. Danzig es la ciudad donde los alemanes abrieron fuego contra el destacamento polaco de Westerplatte el 1º de setiembre de 1939, al inicio de la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de los antiguos edificios de Gdansk fueron reconstruidos, ya que la ciudad fue arrasada durante la guerra, al igual que Varsovia. Afortunadamente, aún se conserva en perfectas condiciones la grúa medieval de madera con la que se descargaban los buques en el siglo XIV.
En esta región de Polonia viven desde el Siglo XIII los Kaszubi o Kashubians, eslavos de la Pomerania Occidental que no fueron asimilados por la cultura germana, por lo que mantuvieron sus tradiciones, costumbres y lengua. Víctimas de la crueldad nazi, en un bosque cercano a Czymanowo ─el pequeño poblado donde he pasado los últimos días─ hay un memorial y un cementerio con tumbas anónimas que recuerdan la masacre de quince mil de ellos durante la ocupación alemana.
Junto a Kristofer, Ela y sus hijas Dorota y Hania, he visitado las ciudades de Gdynia, Sopot y Gdansk, también llamadas Trójmiasto o Tres Ciudades. También estuvimos en Wejherowo y en la Central Eléctrica de Zarnowiec, junto a Czymanowo, donde Kristofer trabaja. Ha nevado abundante y de a ratos el viento ha soplado con fuerza, levantando polvareda pero no de tierra sino de nieve. En este preciso instante está nevando otra vez. Ela mira para afuera con resignación, detesta el invierno. En cambio César, el perro de la familia, pide para salir a cada rato, se sienta en el frente de la casa, sobre la nieve, y espera con ansiedad sus múltiples paseos diarios. Risza, la gata, que es quien en realidad manda entre los dos, lo mira con cierto aire de condescendencia.
Mañana dejo Polonia. Un mes y medio entre polacos, comienzo a descifrar este difícil lenguaje que es un yeyeo constante. Son cálidos, expresivos, hospitalarios, comen ñoquis y caramelos de dulce de leche y toman mucho alcohol. Ela me enseñó a preparar panqueques de papa, que resultaron ser húngaros. Me llevo algunas otras recetas, también el golpe frío de la nieve en la cara y muchas ganas de volver algún verano.
Todo está en la web. En Wikipedia descubrí que Gdansk, una de las ciudades más lindas de Polonia, es Danzig por su nombre en alemán, el que había aprendido en el Liceo. Danzig es la ciudad donde los alemanes abrieron fuego contra el destacamento polaco de Westerplatte el 1º de setiembre de 1939, al inicio de la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de los antiguos edificios de Gdansk fueron reconstruidos, ya que la ciudad fue arrasada durante la guerra, al igual que Varsovia. Afortunadamente, aún se conserva en perfectas condiciones la grúa medieval de madera con la que se descargaban los buques en el siglo XIV.
En esta región de Polonia viven desde el Siglo XIII los Kaszubi o Kashubians, eslavos de la Pomerania Occidental que no fueron asimilados por la cultura germana, por lo que mantuvieron sus tradiciones, costumbres y lengua. Víctimas de la crueldad nazi, en un bosque cercano a Czymanowo ─el pequeño poblado donde he pasado los últimos días─ hay un memorial y un cementerio con tumbas anónimas que recuerdan la masacre de quince mil de ellos durante la ocupación alemana.
Junto a Kristofer, Ela y sus hijas Dorota y Hania, he visitado las ciudades de Gdynia, Sopot y Gdansk, también llamadas Trójmiasto o Tres Ciudades. También estuvimos en Wejherowo y en la Central Eléctrica de Zarnowiec, junto a Czymanowo, donde Kristofer trabaja. Ha nevado abundante y de a ratos el viento ha soplado con fuerza, levantando polvareda pero no de tierra sino de nieve. En este preciso instante está nevando otra vez. Ela mira para afuera con resignación, detesta el invierno. En cambio César, el perro de la familia, pide para salir a cada rato, se sienta en el frente de la casa, sobre la nieve, y espera con ansiedad sus múltiples paseos diarios. Risza, la gata, que es quien en realidad manda entre los dos, lo mira con cierto aire de condescendencia.
Mañana dejo Polonia. Un mes y medio entre polacos, comienzo a descifrar este difícil lenguaje que es un yeyeo constante. Son cálidos, expresivos, hospitalarios, comen ñoquis y caramelos de dulce de leche y toman mucho alcohol. Ela me enseñó a preparar panqueques de papa, que resultaron ser húngaros. Me llevo algunas otras recetas, también el golpe frío de la nieve en la cara y muchas ganas de volver algún verano.
miércoles, 22 de enero de 2014
Pomerania
Cuando aún estaba en Cracovia estudiando el mapa en busca de tierras más cálidas, Dorota descubrió que estaba en Polonia y me invitó a que visitara a su familia en el norte, cerca del Mar Báltico. Llama a Robert, mi primo─ insistió. Atravesé el país en doce horas y llegué a Koszalin a eso de las siete de la mañana. Robert me esperaba en la terminal. En su casa, su esposa Kasia y sus dos hijas ─Julia de doce años y Martina de nueve─ ya estaban prontas para comenzar con las actividades del día.
Robert y Kasia se tomaron unos días libres para mostrarme la Pomerania. Estuvimos en Mielno y Kolobrzeg, en el Mar Báltico; y en Torun, una ciudad medieval, cuna de Nicolás Copérnico, tan bella como Cracovia.
Robert es un anfitrión de lujo. Para cada día tenía planeada alguna actividad y también organizó el resto de mi estadía en el norte, para que conociera a toda la familia. Kasia es más reservada y se revela de a poco: una mujer bella e inteligente y una madre muy atenta. Las niñas andan siempre cerca: ambas me ayudan a preparar unos ñoquis, en especial Julia, quien demuestra tener buena mano para la cocina.
Martina colecciona monedas y se trajo de Torun una réplica de moneda antigua acuñada a la vista en la plaza principal. El último día, mientras armaba mi mochila, se acercó al cuarto y me dio un abrazo. Yo no sabía como retribuir el cariño que me habían brindado en esos días y ella me dio la oportunidad: le regalé monedas de Georgia, Armenia, Bulgaria, Albania y toda la Ex-Yugoslavia.
Robert y Kasia se tomaron unos días libres para mostrarme la Pomerania. Estuvimos en Mielno y Kolobrzeg, en el Mar Báltico; y en Torun, una ciudad medieval, cuna de Nicolás Copérnico, tan bella como Cracovia.
Robert es un anfitrión de lujo. Para cada día tenía planeada alguna actividad y también organizó el resto de mi estadía en el norte, para que conociera a toda la familia. Kasia es más reservada y se revela de a poco: una mujer bella e inteligente y una madre muy atenta. Las niñas andan siempre cerca: ambas me ayudan a preparar unos ñoquis, en especial Julia, quien demuestra tener buena mano para la cocina.
Martina colecciona monedas y se trajo de Torun una réplica de moneda antigua acuñada a la vista en la plaza principal. El último día, mientras armaba mi mochila, se acercó al cuarto y me dio un abrazo. Yo no sabía como retribuir el cariño que me habían brindado en esos días y ella me dio la oportunidad: le regalé monedas de Georgia, Armenia, Bulgaria, Albania y toda la Ex-Yugoslavia.
martes, 21 de enero de 2014
Pękanino
Salió el sol en Pękanino, un sol muy tímido que se refleja en la nieve y le arranca algunos brillos. No más de doscientas personas viven en este pequeño poblado al borde de la ruta 28, a unos veinte kilómetros de Koszalin. No hay iglesia en torno a la plaza principal, tampoco hay plaza principal. Perros vigilantes ladran desde los jardines, menos en la casa de Gosia. Daysi y Boczek ─Panceta─ prefieren treparse a los sillones y pelearse por mis atenciones.
A falta de edificios importantes, Pękanino tiene un bosque. Comienza a pocos metros de la casa y se extiende sobre varias hectáreas. Es un bosque de troncos esbeltos y semi desnudos, tapizado de ramas ahora cubiertas por la nieve, que se hunde bajo nuestros pasos. En el centro del bosque se abre un claro. El lugar se llama Bagna y es un terreno anegado, una especie de pantano de aguas congeladas. A lo lejos, entre los árboles, veo dos ciervos.
En la casa viven Elena ─la madre de Dorota, una amiga polaca que vive en Uruguay─, su hija Gosia y sus dos nietas, Ola y Ania. Nadie habla inglés, excepto Ania, que pasa la mayor parte del día en el Liceo. Gestos y un diccionario suplen la falta de diálogo. Así transcurren las horas entre nosotras. El resto de la familia ─Renata, Sofía, Mariola y una larga lista de sobrinos─ visita la casa a diario. Ellos toman herbata, yo mate con yerba Moncayo que Dorota dejó la última vez que anduvo por aquí.
A falta de edificios importantes, Pękanino tiene un bosque. Comienza a pocos metros de la casa y se extiende sobre varias hectáreas. Es un bosque de troncos esbeltos y semi desnudos, tapizado de ramas ahora cubiertas por la nieve, que se hunde bajo nuestros pasos. En el centro del bosque se abre un claro. El lugar se llama Bagna y es un terreno anegado, una especie de pantano de aguas congeladas. A lo lejos, entre los árboles, veo dos ciervos.
En la casa viven Elena ─la madre de Dorota, una amiga polaca que vive en Uruguay─, su hija Gosia y sus dos nietas, Ola y Ania. Nadie habla inglés, excepto Ania, que pasa la mayor parte del día en el Liceo. Gestos y un diccionario suplen la falta de diálogo. Así transcurren las horas entre nosotras. El resto de la familia ─Renata, Sofía, Mariola y una larga lista de sobrinos─ visita la casa a diario. Ellos toman herbata, yo mate con yerba Moncayo que Dorota dejó la última vez que anduvo por aquí.
martes, 14 de enero de 2014
Luces y sombras de Cracovia
Hace muchos años leí una novela de una autora argentina de la que no recuerdo el nombre ─tampoco recuerdo el título del libro─ que se desarrollaba en Cracovia e iba tras los pasos de algún alquimista. Esto lo traigo a colación porque hoy, mi último día en la ciudad, visité el Rynek Underground: un fantástico museo multimedia construido tras varios años de estudios arqueológicos en la Plaza del Mercado. Allí, bajo tierra, fue reconstruido con sus propias piezas el universo de la Cracovia medieval y fue recreado un mundo que hoy se nos hace lejano y oscuro. En esa sucesión de capas de calles empedradas y de madera, alquimistas, cabalistas y artesanos de todos los misterios debieron cruzarse a diario.
Otro museo mucho más oscuro quedó también para el último día: el Ulica Pomorska, parte del Museo Histórico de Cracovia. En la calle Pomorska Nº2, durante la ocupación Nazi, funcionaron los Cuarteles Generales de la Gestapo. Allí pueden visitarse las celdas donde los prisioneros eran interrogados y también la exhibición People of Krakow in Times of Terror 1939 - 1945 - 1956. La exposición, además de mostrar objetos y documentos de esos años, narra historias personales de víctimas de la ocupación alemana y de muchos sobrevivientes y héroes que más tarde se conviertieron en sospechosos y víctimas del nuevo régimen.
Cracovia es un museo en sí: calles, edificios, iglesias, sinagogas, monumentos, memoriales. Pero la mayor parte del tiempo la pasé en los bares y restaurantes de Kazimierz, leyendo y hurgando en otros mundos oscuros, los míos. El viaje más fascinante es al de las propias sombras.
Otro museo mucho más oscuro quedó también para el último día: el Ulica Pomorska, parte del Museo Histórico de Cracovia. En la calle Pomorska Nº2, durante la ocupación Nazi, funcionaron los Cuarteles Generales de la Gestapo. Allí pueden visitarse las celdas donde los prisioneros eran interrogados y también la exhibición People of Krakow in Times of Terror 1939 - 1945 - 1956. La exposición, además de mostrar objetos y documentos de esos años, narra historias personales de víctimas de la ocupación alemana y de muchos sobrevivientes y héroes que más tarde se conviertieron en sospechosos y víctimas del nuevo régimen.
Cracovia es un museo en sí: calles, edificios, iglesias, sinagogas, monumentos, memoriales. Pero la mayor parte del tiempo la pasé en los bares y restaurantes de Kazimierz, leyendo y hurgando en otros mundos oscuros, los míos. El viaje más fascinante es al de las propias sombras.
martes, 7 de enero de 2014
Zakopane
Zakopane es un centro de vacaciones de invierno. Su nombre significa enterrado o sepultado y hace referencia a que el lugar queda cubierto por la nieve. No obstante, la mayoría de las pistas de ski de la ciudad están cerradas. La temperatura ronda los diez grados y no hay rastros de nieve, al menos no en el pueblo.
Voitek me la había presentado como la Disneylandia polaca. Y tiene un poco de lugar fabricado para ser feliz por un rato. Atracciones turísticas de todo tipo, carruajes, hombres disfrazados de muñecos, todo decorado con luces y adornos tradicionales.
Si bien es bastante caro, nos las ingeniamos para conseguir alojamiento por un muy buen precio y, con lo que ahorramos, nos damos la panzada en cuanto restaurante típico ─es decir, casi todos─ encontramos a nuestro paso. La comida de las highlands ─así se la presenta en los menús─ es cien por ciento a base de carne. La ambientación de los restaurantes también: animales embalsamados con las fauces abiertas me miran desde las paredes y el techo mientras yo trato de comer mi panqueque de papa (moskal) con manteca de ajo y salsa de hongos, uno de los pocos platos vegetarianos de la carta.
La noche del sábado vamos al Café Europeyska, un reducto muy original donde Ricardo presenta su show. Con clásicos polacos e italianos de los últimos cuarenta años, va cambiando su indumentaria en función del repertorio y se las ingenia para hacer bailar a la ecléctica concurrencia. En el Europeyska pruebo el orzech laskowy u orzechowka, una variedad de vodka con avellana. Es dulce y la graduación alcohólica es menor, no hace falta bajarlo con jugo o pepinillos.
Pero Zakopane no es solo comida y bebida. Las montañas Tatra forman parte de un área protegida, un parque nacional donde practicar senderismo, montañismo, ski y otros deportes de invierno. Recorremos sus bosques de pinos inmensos, bordeando arroyos de lechos pedregosos y aguas cristalinas. Camino interior, señalan los carteles indicadores de los senderos del parque.
Días atrás hubo una gran tormenta y los vientos aún persisten. Fen, fohen o halny: son vientos fuertes, secos y cálidos que llegan desde el sur, suben la montaña y generan ese microclima especial de temperaturas altas para la época. Monitoreamos la situación durante todo el fin de semana, a la espera de que la estación del cablecarril volviera a funcionar. Finalmente, cuando el viento amaina, subimos a uno de los picos más altos de la montaña, a más de dos mil metros. No obstante, arriba aún sopla con fuerza, arremolinando los copos de nieve que se desprenden de la nube en la que estamos inmersos. No se ve a más de unos pocos metros. Todo es blanco y confuso, la imagen de un alma perdida en el cielo.
Voitek me la había presentado como la Disneylandia polaca. Y tiene un poco de lugar fabricado para ser feliz por un rato. Atracciones turísticas de todo tipo, carruajes, hombres disfrazados de muñecos, todo decorado con luces y adornos tradicionales.
Si bien es bastante caro, nos las ingeniamos para conseguir alojamiento por un muy buen precio y, con lo que ahorramos, nos damos la panzada en cuanto restaurante típico ─es decir, casi todos─ encontramos a nuestro paso. La comida de las highlands ─así se la presenta en los menús─ es cien por ciento a base de carne. La ambientación de los restaurantes también: animales embalsamados con las fauces abiertas me miran desde las paredes y el techo mientras yo trato de comer mi panqueque de papa (moskal) con manteca de ajo y salsa de hongos, uno de los pocos platos vegetarianos de la carta.
La noche del sábado vamos al Café Europeyska, un reducto muy original donde Ricardo presenta su show. Con clásicos polacos e italianos de los últimos cuarenta años, va cambiando su indumentaria en función del repertorio y se las ingenia para hacer bailar a la ecléctica concurrencia. En el Europeyska pruebo el orzech laskowy u orzechowka, una variedad de vodka con avellana. Es dulce y la graduación alcohólica es menor, no hace falta bajarlo con jugo o pepinillos.
Pero Zakopane no es solo comida y bebida. Las montañas Tatra forman parte de un área protegida, un parque nacional donde practicar senderismo, montañismo, ski y otros deportes de invierno. Recorremos sus bosques de pinos inmensos, bordeando arroyos de lechos pedregosos y aguas cristalinas. Camino interior, señalan los carteles indicadores de los senderos del parque.
Días atrás hubo una gran tormenta y los vientos aún persisten. Fen, fohen o halny: son vientos fuertes, secos y cálidos que llegan desde el sur, suben la montaña y generan ese microclima especial de temperaturas altas para la época. Monitoreamos la situación durante todo el fin de semana, a la espera de que la estación del cablecarril volviera a funcionar. Finalmente, cuando el viento amaina, subimos a uno de los picos más altos de la montaña, a más de dos mil metros. No obstante, arriba aún sopla con fuerza, arremolinando los copos de nieve que se desprenden de la nube en la que estamos inmersos. No se ve a más de unos pocos metros. Todo es blanco y confuso, la imagen de un alma perdida en el cielo.
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